Cuadernos de 1943

 

 

Aquello que más me impresiona

 

 


 

Es la tarde del Jueves Santo

   vi ayer: dos pies torturados

   Muchas cosas me ha sugerido aquella vista.

   Jesús, mi Maestro, me dice con su palabra sin sonido que mi puesto está, más que nunca, a los pies de su cruz

   Este es el deber de la flor para con el prójimo y para con Dios. Reparación de amor hacia Jesús y atracción hacia el mismo de muchos corazones, ...

 


 

Me parece que haya de ser casi inútil escribir más después de haberlo dicho todo. Pero si usted (Padre Migliorini) me recomienda que escriba todo aquello que más me impresiona, yo le obedezco.

 

Es la tarde del Jueves Santo

 

Es la tarde del Jueves Santo ( Al hablar de Jesús, no me distraigo por eso, antes, por el contrario, me concentro en Él. Le diré pues cómo he pasado estas últimas veinticuatro horas.

Ayer tarde me vio usted acabada. Estaba realmente acabada. Mas cuando llego a tocar el fondo de la resistencia humana y doy la impresión a quien me ve de ser una pobre persona incapaz hasta de pensar, es entonces, precisamente, cuando tengo  –diré así–  iluminaciones.

Ayer tarde había leído el periódico. Después, cansada también de eso, cerré los ojos y estaba así... como inerte. De pronto vi, mentalmente, un terreno por demás pedregoso y yermo. Parecía la cima de un collado como los que se ven tantos sobre nuestras colinas. Desnudo de vegetación, rico sólo de piedras y cantos ásperos y blanquecinos, gozaba en todo su contorno de un dilatado horizonte. Justo, sobre la cima, había nacido una planta de violetas, única cosa con vida en medio de tanta desolación. Veía distintamente el penacho de las hojas bien tupido y compacto como para oponer resistencia a los vientos que batían la cumbre. Algún que otro botón de violeta, más o menos abierto, asomaba su cabecita por entre la macolla verde. Mas, del todo abierta no estaba sino una, Bella, plena de colorido, abierta y tendiendo a lo alto.

 

vi ayer: dos pies torturados

 

Su estar erguido, cual si una fuerza especial la atrajese, fue lo que me llamó la atención haciéndome buscar con la mirada. Y vi un eje, un grueso eje clavado en el suelo. Parecía un tronco cepillado apenas, casi sin labrar y tosco. A medio metro del suelo, menos tal vez, aparecían dos pies traspasados... Nada más que eso vi ayer: dos pies torturados. Y que estuviesen acerbamente torturados lo declaraba la contracción de los mismo con los dedos casi replegados hacia la planta como por espasmo tetánico.

Escurriendo a lo largo de los talones, bajaba sangre por el áspero eje regándolo hasta el suelo. Otras gotas caían de los dedos contractos, a modo de lluvia, sobre la mata de violetas. He aquí a qué tendía la violeta irguiéndose toda hacia lo alto: a aquella sangre que la nutría al igual que, entre tanta desolación del suelo, nutría también a aquella única mata que había sabido nacer enfrente de aquel leño.

 

Muchas cosas me ha sugerido aquella vista.

 

Muchas cosas me ha sugerido aquella vista. Y cuando usted vino, yo estaba viendo aquel símbolo que era mi sermón de Miércoles Santo. No se ha desvanecido su imagen ni se desvanece tan fácilmente. Permanece con nitidez en el cerebro por más que se sobrepongan o traten de sobreponerse a ella las cosas de cada día.

Esta mañana, en fin, antes deque usted viniese, he entrevisto el resto del cuerpo. Digo entrevisto porque me aparecía y desaparecía como entre el fluctuar de cendales de niebla. Otras veces había sido más nítido, si bien entonces me parecía muerto. Ahora, en cambio, me parece vivo. Y pienso que sea una gran piedad de Jesús el que no me muestre hoy su semblante. Está Jesús de tal manera dolorido, su tristeza ha alcanzado una intensidad tan fuerte por toda la maldad humana que no se cansa de ser tal  –sin que, por el contrario, cada vez más llegue a ser maldad–  que no podríamos soportar, sin morir por ello de dolor, la expresión de su rostro divino.

 

Jesús, mi Maestro, me dice con su palabra sin sonido

que mi puesto está, más que nunca, a los pies de su cruz.

 

Jesús, mi Maestro, me dice con su palabra sin sonido que mi puesto está, más que nunca, a los pies de su cruz. De su Sangre debo extraer tan sólo vida... y mi deber es únicamente el de ser incienso a los pies de su trono de Redentor. Incienso que cubre con su perfume el hedor del pecado, de la maldad y de la crueldad que emanan de la tierra. El incienso no perfuma si no es ardiendo y consumiéndose. Y yo debo hacer lo mismo.

 

Este es el deber de la flor para con el prójimo y para

con Dios. Reparación de amor hacia Jesús y atracción

hacia el mismo de muchos corazones, ...

 

Me dice igualmente que la flor puede atraer otras miradas hacia su cruz, puede doblegar otras criaturas bajo la lluvia de su Sangre. Este es el deber de la flor para con el prójimo y para con Dios. Reparación de amor hacia Jesús y atracción hacia el mismo de muchos corazones, aceptando el vivir, para ello, en un desierto inhóspito, a solas con la cruz.

Podría decir que me he quedado con los labios pegados a aquellos pies traspasados como bebiendo de una fuente que da refrigerio y ardor al mismo tiempo. Una sensación espiritual, mas tan viva, que parece real...

Esta mañana, en fin, a las 10, me ha llegado de Roma carta de una Hermana mía, carta que le mostraré y en la que se habla expresamente de esta misión a los pies de la cruz y, junto con la carta, la imagen de un Crucifijo y, debajo, un incensario ardiendo con la inscripción: "Que mi oración se eleve como el incienso en tu presencia". Todo esto lo he tomado como un mudo discurso de mi Jesús a su pequeña hostia que, poco a poco, se consume más de amor que de enfermedad.

Pienso que mañana que es Viernes Santo, el día por excelencia para mí. Querría acumular sacrificios sobre sacrificios para hacer de él un verdadero día de expiación. ¡Mas, puede María hacer ahora tan pocas cosas...! Pues bien, hagamos esas pocas cosas. De lo demás puede suceder que mañana piense Jesús en darme mi parte de dolor expiatorio. Aquí estoy yo bien estrechada a la cruz. Por lo demás, es el puesto de las Marías. Así no me perderé ni un ademán de mi Redentor...

C. 43, 11-13

A. M. D. G.