19 septiembre
Descripción de la visión
de María Santísima
El responde que mi lección de hoy es María
María me dice sin hablar que me enseña otra cosa: a ver, aun en los enemigos, a hijos suyos.
Ayer tarde, 18 de septiembre, sufrí terriblemente. Sufrí así durante todo el día y me encontraba en verdad acabada. Cada respiración, cara movimiento, por pequeño que fuese, me resultaba por demás penoso y me forzaba a quejarme a mí que nunca me quejo. Toser, por tanto... hubiera preferido un tiro a cualquier golpe de tos.
A la hora de la cena, o sea, de las 20 a las 21, mientras me encontraba sola, fue beatificada mi vista mental con la visión de María Santísima. Intentaré describírsela. Mas ¿qué hacer para mostrarle su belleza y sus colores.
Se encuentra vestida de blanco, con un hábito cerrado por la base del cuello, como si estuviera rizado, pues veo que sobre el pecho forma la tela suaves pliegues que modelan castamente las formas de María. Las mangas son más bien estrechas y alargadas hasta las muñecas. Un ceñidor sostiene el vestido recogido al talle. Pero no es de oro ni de plata. Parece más bien un cordón de seda, igual al vestido en su color y brillo. No tiene flecos ni baja sobre el vestido al que ciñe y basta.
Sobre su cabeza un manto de tela idéntica al vestido, ligera aunque no tupida. Desciende a lo largo de las mejillas de María y se amolda al cuello como forzado por un broche. Un broche alargado, pero que me permite ver la garganta candidísima de María. Se afianza por último en sus hombros y baja a todo lo largo del brazo y por los costados hasta el suelo.
Mas ¿cómo poder describirle la esplendidez de aquel blanquísimo y simplicísimo vestido? La nieve, en su comparación, es gris y oscura y hasta el lirio resulta menos hermoso que él. Es tanto el esplendor de su blancura que parece como si la plata se hubiera trocado tela. ¡Oh, qué incapaz resulta la palabra para describir la luz! ¡Sólo en el Cielo y para vestir a María, puede darse tela semejante, de una blancura fosforescente, diamantina, perlina, opalina, que, para brillar así, no puede menos de ser una gema por más que no sea gema ni resultado de aleación alguna de gemas!
Veo el óvalo levemente redondeado del rostro de María, de un color de marfil como el de algunos pétalos de magnolia, igual en el matiz al de su Hijo, si bien diferente en la forma, ya que el de Jesús es más alargado y enjuto. Sobre su cara de flor, sólo los labios y las finas cejas, suavemente oscuras, ponen una nota de color.
Los ojos, no abiertos sino semivelados por los párpados, tiene el mismo mirar que los de su Hijo y el color azul de los de Jesús aunque más pálido. Cabría decir, aportando siempre un símil humano, que Jesús tiene ojos zafiro y María de turquesa. La mirada seria y triste de Jesús lo es asimismo de tristeza en María aunque mezclada con la sonrisa; con esa sonrisa buena del que está dolorido pero quiere consolar y animar al mismo tiempo.
Sus cabellos tiene el color del trigo maduro o, si lo prefiere, del oro cequí, tirando siempre al rubio-rojo, aunque más rubios que rojos, mientras que en Jesús tiran más al rubio cobre.
Sus manos alargadas y finas, con los dedos muy largos y delgados, emergen de las angostas mangas mostrando sus muñecas delicadas y blanquísimas. Son dos pétalos de magnolia unidos en oración. Me parece que lleguen a perfumar como una flor pues tal semejan un capullo.
Ningún aderezo, absolutamente ninguno. María es toda ella piedra preciosa de una luminosidad de alabastro, o mejor, de ópalo iluminado interiormente por una llama. Su cuerpo glorificado despide luz, una luz suavísima que me trae al pensamiento la lámpara que arde ante el Tabernáculo, una lámpara de cándido alabastro, o, repito, de ópalo.
No veo sus pies porque el vestido es tan largo que los cubre.
Aquí tiene descrita a nuestra Madre.
Me ha hecho y sigue haciéndome compañía
pareciéndome que todo en torno mío se haga
luminoso y virginal
Me ha hecho y sigue haciéndome compañía pareciéndome que todo en torno mío se haga luminoso y virginal y mi corazón se inunda de luz y de pureza y, con ellas, de un gozo tal que me hace llorar de felicidad.
Creo que si María pronunciase una palabra, una sola, mi alma desfallecería en el éxtasis ya que sólo un hilo detiene mi desfallecimiento y esto únicamente por ver a la Bendita y sentir el beso de su sonrisa y de su mirada.
Es ya la tarde y le digo a Jesús: "Señor, ¿nada dices hoy?"
El responde que mi lección de hoy es María
El responde que mi lección de hoy es María, siendo Ella quien me la da pues su contemplación no requiere otras palabras. En efecto, sólo verla enseña la hermosura de la pureza, de la oración y del silencio. Tres cosas grandes muy poco y mal practicadas.
En medio de mi dolor físico y moral me encuentro pletórica de gozo porque la luz de la Estrella más hermosa, de María, resplandece sobre mí dándoseme el poder fijar los ojos en Ella.
María me dice sin hablar que me enseña otra cosa:
a ver, aun en los enemigos, a hijos suyos.
Más tarde...
y María me dice sin hablar que me enseña otra cosa: a ver, aun en los enemigos, a hijos suyos. También por ellos dio Ella a su Hijo aceptándolos por hijos como nos aceptó a nosotros. Me hace entender que, mirarlos con odio, es afligirle y desemejarse a Ella que miró con amorosa compasión a los que crucificaron a su Hijo y traspasaron su Corazón Inmaculado.C.43. 353-356
A. M. D. G.