13-11. Isaías, Cap. 6.º, v. 6

 

 

Para ser merecedores de transmitir

 la Palabra de Dios es preciso tener

 labios y corazón limpios.

 

 


 

¡Ay de los que, sin ser puros ellos, se atreven a hablar en mi Nombre con el alma en pecado!

   Es por demás el número de los que entre vosotros imitan al duodécimo apóstol y por rastreros intereses humanos venden lo que se identifica conmigo...

  Aprended de Mí, Sacerdote eterno, a ser sacerdotes. Ser sacerdotes quiere decir ser como los ángeles, quiere decir ser santos.

  Para vuestra cultura, tornad a los textos sagrados y pedid a Dios que os purifique la mente y el corazón con el fuego de la continencia y del amor a fin de poderlos entender como es debido

  Pedid a Dios por medio de una vida penitente que os limpie de tanta humanidad y que un serafín os purifique de continuo...

  La penitencia os arranca de los bajos fondos lanzándoos arriba al encuentro del Amor. Sencillez, caridad, castidad, humildad, amor al dolor, éstas son las cinco perlas mayores de la corona sacerdotal

  La mente de Pedro la infundo Yo a mis Vicarios; mas el corazón os lo debéis formar vosotros

 


 

Dice Jesús:

"Para ser merecedores de transmitir la Palabra de Dios es preciso tener labios y corazón limpios. Corazón limpio, por cuanto es del corazón del que parten los impulsos que mueven los pensamientos y la carne

 

¡Ay de los que, sin ser puros ellos, se atreven a hablar

 en mi Nombre con el alma en pecado!

 

¡Ay de los que, sin ser puros ellos, se atreven a hablar en mi Nombre con el alma en pecado! No son esos tales discípulos, ni apóstoles míos. Son mis depredadores porque me roban las almas para dárselas a Satanás.

Las almas, ya sigan al sacerdote con respeto y con fe o le observen con desconfianza, al estar dotadas de razón, por fuerza dales que pensar la conducta del sacerdote. Y si ven que quien les dice: "Sé paciente, sé honrado, sé casto, sé bueno, sé caritativo, sé magnánimo, perdona, ayuda...", hace todo lo contrario dejándose llevar de la ira, de la dureza, de la sensualidad, del rencor y del egoísmo, se escandalizan y si por ventura no se alejan al pronto de la iglesia, nunca dejan de recibir en sí un fuerte impacto. Son como golpes de ariete que vosotros  –sacerdotes infieles a vuestro sumible ministerio que os hace continuadores de los Doce entre las turbas que, a distancia de veinte siglos, tienen siempre necesidad de ser evangelizadas puesto que Satanás destruye de continuo la obra de Cristo y es a vosotros a quienes se encomienda la reparación de los entuertos de Satanás–  son golpes de ariete que vosotros asestáis al edificio de la Fe en los corazones. Por más que no se derrumbe, queda lesionado y basta después un empujón de Satanás para hacerlo caer.

 

Es por demás el número de los que entre vosotros imitan

al duodécimo apóstol y por rastreros intereses

humanos venden lo que se identifica conmigo...

 

Es por demás el número de los que entre vosotros imitan al duodécimo apóstol y por rastreros intereses humanos venden lo que se identifica conmigo  –las almas que os confié bañadas con mi Sangre–  al Enemigo de Dios y del hombre. La situación actual, en un cincuenta por ciento  –y me quedo muy corto– depende de vosotros, sal vuelta insípida, fuego que ya no calienta, llama que humea y no alumbra, pan que ha tomado sabor amargo y consuelo transformado en tormento porque a las almas ya heridas que acuden a vosotros en demanda de apoyo, les presentáis un cúmulo erizado de espinas: dureza, anticaridad, indiferencia, rigorismo; todo esto dais a las almas que vienen a vosotros para escuchar una palabra de padre que sea el eco de mi dulzura, de mi perdón y de mi misericordia.

¡Pobres almas! Tronáis contra ellas. Y ¿por qué no contra vosotros mismos? ¿Os ufanáis de parecer los émulos de los antiguos sinedritas? Pues bien, aquel tiempo ya pasó y sobre él coloqué una losa sepulcral ya que se imponía su sepultura a fin de que no dañase más y sobre ella erigí mi trono de Consuelo y de Amor proporcionados por una Mesa y una Cruz en las que un Dios se hace pan y hostia para la redención de todos.

 

Aprended de Mí, Sacerdote eterno, a ser sacerdotes.

Ser sacerdotes quiere decir ser como los ángeles,

quiere decir ser santos.

 

Aprended de Mí, Sacerdote eterno, a ser sacerdotes. Ser sacerdotes quiere decir ser como los ángeles, quiere decir ser santos. Las gentes deberían ver en vosotros a Cristo con una evidencia total. Pero, ¡ay!, que, a menudo, les mostráis una apariencia la más semejante a Lucifer.

¡De cuántas, de cuántas almas habré de pedir cuenta a mis sacerdotes! Repito para vosotros lo ya dicho por Pablo. Y creed que haríais mejor en confesar abiertamente que os sentís incapaces de continuar en ese camino, que no vivir como vivís. Abjuraríais de Mí vosotros sólo; mas, permaneciendo, ¡a cuántas almas apartáis de Mí...! Dejad, de una vez para siempre, tantas superfluidades y cuidados.

 

Para vuestra cultura, tornad a los textos sagrados

y pedid a Dios que os purifique la mente y el corazón

con el fuego de la continencia y del amor a fin de

poderlos entender como es debido

 

Para vuestra cultura, tornad a los textos sagrados y pedid a Dios que os purifique la mente y el corazón con el fuego de la continencia y del amor a fin de poderlos entender como es debido. Porque, sabed que habéis hecho de las perlas ardientes de mi Evangelio pedrezuelas opacas manchadas de fango cuando no pótalas de reprobación con las que lapidar a las pobres almas, atribuyendo a las palabras de amor un rigorismo que las horroriza llevándolas a la desesperación.

Sois vosotros los que os merecéis tales piedras, porque si un rebaño es presa de los lobos, cae por un barranco o se apacienta con hierbas venenosas, ¿de quién es la culpa en el noventa por cien de los casos? Del pastor negligente y disoluto que, mientras peligran las ovejas, él anda de francachelas, duerme o no se cuida sino de negocios y bancos.

 

Pedid a Dios por medio de una vida penitente que os limpie

 de tanta humanidad y que un serafín os purifique

de continuo...

 

Pedid a Dios por medio de una vida penitente que os limpie de tanta humanidad y que un serafín os purifique de continuo con el carbón encendido tomado del altar del Cordero, o mejor: del Corazón del Cordero que arde desde la eternidad por el celo de Dios y de las almas.

La penitencia mata únicamente lo que ha de morir. No temáis por vuestra carne a la que deberíais amar tan sólo en la medida que merece, es decir, poquísimo y a la que apreciáis como algo de inestimable valor. Mis penitentes no mueren por ella, mueren por la Caridad que les abrasa. Es la Caridad la que les consume, no los cilicios ni las disciplinas. Prueba de ello, que alcanzan a veces edad provecta con una integridad física que los solícitos cuidadores de su carne desconocen. Mis santos acabados en edad juvenil son los abrasados en la hoguera del Amor, no los destruidos por la austeridad.

 

La penitencia os arranca de los bajos fondos

lanzándoos arriba al encuentro del Amor. Sencillez,

caridad, castidad, humildad, amor al dolor, éstas

son las cinco perlas mayores de la corona sacerdotal

 

La penitencia, al tener subyugado al pólipo que lo humano lleva adherido en su fondo, confiere luz y agilidad al espíritu. La penitencia os arranca de los bajos fondos lanzándoos arriba al encuentro del Amor.

Sencillez, caridad, castidad, humildad, amor al dolor, éstas son las cinco perlas mayores de la corona sacerdotal. Alejamiento de los humanos cuidados, longanimidad, constancia y paciencia son las otras perlas menores. Todas ellas forman una corona de punzantes perlas que con su cerco oprimen el corazón. Mas el estar así estrechado, permaneciendo herido, hace que ese corazón suba en esplendor hasta el punto de llegar a constituir un vivo rubí en medio de una corona de diamantes.

No os digo siquiera:"Tened la mente de mi Pedro" sino: "Tened el corazón de mi Juan". Quiero en vosotros ese corazón porque, desde la aurora de su sacerdocio hasta su ocaso, fue el suyo el corazón apostólico perfecto.

 

La mente de Pedro la infundo Yo a mis Vicarios;

mas el corazón os lo debéis formar vosotros

 

La mente de Pedro la infundo Yo a mis Vicarios; mas el corazón os lo debéis formar vosotros. Y ese corazón no puede faltar en quien es mi sacerdote: desde el más alto Santo mío, blanco de alma y de pensamiento como de vestido, que es la hostia mayor de esta misa cruenta que celebra la Tierra, hasta el último de mis ministros que parte el Pan y la Palabra en un villorrio perdido: un puñado de casas que hasta el mundo ignora que las lleva sobre su superficie, pero que la Eucaristía y la Cruz las hacen tan augustas como un palacio y más que un palacio: las hacen semejantes al Templo máximo de la Cristiandad porque, bien en áureo tabernáculo recubierto de pedrería o en mísero sagrario, Cristo, Hijo de Dios, es el mismo y las almas que ante Él se postran  –ya vistan púrpura cardenalicia, manto real o se cubran con humilde hábito y pobres ropas–  son para Mí iguales. Yo, hijos, miro al espíritu y bendigo allí donde la bendición es merecida. No me dejo seducir, como hacéis vosotros con frecuencia, por lo que es mundo.

Cambiad, sacerdotes, vuestro corazón. La salvación de esta humanidad está, en gran parte, en vuestras manos. No hagáis que en el Día grande me vea precisado a fulminar densas filas de consagrados por ser responsables de ruinas inmensas que, salidas del corazón, se extendieron por el mundo."

C. 43, 531-535

A. M. D. G.