1.º diciembre 1943.

 

 

Transformación de María al ser

 

madre de Jesús

 

 


 

Desde que llevé en mí al Hijo, vi todas las cosas con ojos diferentes

   Ya no vi las criaturas con mentalidad de mujer sino de Esposa del Altísimo y de Madre del Redentor. Aquellas eran criaturas mías.

  Fue entonces cuando se inició mi maternidad espiritual porque no, no fue preciso que Simeón hablase para conocer mi destino. Lo sabía ya por estar en posesión de la Sabiduría

 


 

Dice María:

 

Desde que llevé en mí al Hijo, vi todas las cosas

 con ojos diferentes

 

"Desde que llevé en mí al Hijo, vi todas las cosas con ojos diferentes. En el aire que me envolvía, en el sol que me caldeaba, en el rayo de luna que bajaba hasta mi diminuta estancia para hacerme compañía en mis meditaciones nocturnas, en el rutilar de las estrellas, en las flores de mi pequeño huerto o de los campos de Nazaret, en el agua cantarina de la fuente construida por José para ahorrarme, tanto el cansancio físico como el moral de tener que salir de mi aislamiento casi habitual, en los corderillos de balido infantil, yo veía a mi Señor, al Padre de mi Hijo, al Esposo de mi espíritu virginal y, sobre todo, veía a mi Niño por el que todo fue hecho. Y sus ojos estaban abiertos en mí y yo veía con los ojos de mi Dios que era mi Niño.

Las virtudes aumentaban en mí su poder al modo del flujo del mar en una marea creciente y conforme iba creciendo mi Niño, tanto más iba compenetrándose conmigo su Perfección infinita como si de sus santas carnes fluyese, con rayos de un éter espiritual, para renovarme toda, aquel poder que más adelante habría de irradiar con toda su plenitud durante los tres años de su ministerio.

¡Ay, hija! Dios, en su bondad, hizo que se me saludara: "Llena de gracia". Mas se dio en mí la plenitud cuando me identifiqué con mi Hijo. Fue entonces cuando mi alma, al ser una misma cosa con Dios, recibió de Él la abundancia de las virtudes.

 

Ya no vi las criaturas con mentalidad de mujer sino

de Esposa del Altísimo y de Madre del Redentor. Aquellas

 eran criaturas mías.

 

Fue la Caridad la virtud preeminente de aquel momento. Si anteriormente amaba, después superé el amor de criatura al amar con el corazón de la Madre de Dios. Ardí. El fuego viene a ser una capa de escarcha sobre el campo en invierno comparado con el ardor que se encerraba en mí. Ya no vi las criaturas con mentalidad de mujer sino de Esposa del Altísimo y de Madre del Redentor. Aquellas eran criaturas mías.

 

Fue entonces cuando se inició mi maternidad espiritual

 porque no, no fue preciso que Simeón hablase para

conocer mi destino. Lo sabía ya por estar en

posesión de la Sabiduría

 

Fue entonces cuando se inició mi maternidad espiritual porque no, no fue preciso que Simeón hablase para conocer mi destino. Lo sabía ya por estar en posesión de la Sabiduría. Esta se encontraba en mí hecha carne y sus palabras discurrían por mi ser en forma de sangre, afluyendo al corazón en donde yo las guardaba. El futuro de la vida de mi Hijo no tuvo secretos para la Madre que lo llevaba. Y si esto suponía un tormento, pues al fin era Mujer, era asimismo beatitud similar a la de mi Niño, puesto que hacer la Voluntad de Dios y redimir para unir con Dios a los separados, obtener la anulación de su culpa y el aumento de la gloria del Padre es lo que constituye la felicidad de los verdaderos hijos de Dios. Y los que encabezamos esta misión divina somos: mi dulce Jesús y yo, Madre suya por la bondad del Padre.

Cuando se ama de veras, uno vive, no para sí sino para los demás. Cuando se posee a Dios se ama con perfección y, al socaire de la Caridad, vienen todas las demás perfecciones, perfeccionándose, incluso hasta los sentidos humanos, por lo que cuanto nos rodea adquiere una luz, una voz y un color distintos y, más que nada, lleva una marca sólo advertida por los que poseen a Dios: la suya, santa e inefable. Y para orar no tenéis necesidad de pronunciar palabras porque basta con nuestras miradas se posen sobre las cosas creadas para que nuestro corazón se eleva a la más alta oración que no es otra que la fusión con el Creador.

Cantemos pues el Magníficat por todas las cosas que el Señor ha hecho por nosotras; porque, María, cuando nos entregamos a Dios, Él nos hace reinas partiendo con nosotras cuanto posee. Por lo que, aún la más humilde puede decir: "Mi alma engrandece a su Señor que puso la mirada en su esclava por la que ha hecho grandes cosas y mi nombre, desde ahora, es: "Bienaventurada". "

C. 43, 583-584

A. M. D. G.