El mismo día, a las 12, 8 diciembre

 

 

Fue la piedad de Longinos la que me

 

 permitió estar junto a la Cruz

 

 


 

Longinos era un militar recto que cumplía con su deber y usaba de su derecho con justicia

   Yo no tuve que hacer sino tomar este hijo de Cristo de las manos de mi Hijo dando así comienzo al período de mi maternidad espiritual. El corazón de María en nada difiere del de su Hijo si no es en la Perfección divina

   Mujer, he ahí a tu hijo. Y desde aquel momento he ido dando hijos al Cielo engendrados por mi dolor

   Mas la palabra-reina de aquella cruel tarde de abril era siempre ésta: ¡Mamá!, único consuelo de mi Hijo al llamarme con ella

   No te extrañes de que en el día de la fiesta de mi pureza te haya hablado de mi dolor

 


 

Dice María:

"Fue la piedad de Longinos la que me permitió estar junto a la Cruz hasta la que había llegado por veredas abruptas, llevada más por el amor que por mis propias fuerzas.

 

Longinos era un militar recto que cumplía con su deber

 y usaba de su derecho con justicia

 

Longinos era un militar recto que cumplía con su deber y usaba de su derecho con justicia. Se hallaba, por tanto, predispuesto ya a los prodigios de la Gracia. Por aquella su piedad le obtuve el don de las gotas del Costado que fueron para él un bautismo de gracia ya que su alma se encontraba sedienta de Justicia y de Verdad.

Al alba natalicia de Jesús dijeron los ángeles: "Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" y, a la caída del día mortal para Cristo, el mismo Cristo daba su Paz a este hombre de buena voluntad. Y fue Longinos el primer hijo nacido para mí por el trabajo de la Cruz, como Dimas fue el último redimido por la palabra de Jesús de Nazaret, lo mismo que Juan fue el primero y podría decir que él, con su corazón de lirio diamantino encendido por el amor, fue la luz nacida de la Luz a la que las Tinieblas jamás pudieron ofuscar.

 

Yo no tuve que hacer sino tomar este "hijo de Cristo"

 de las manos de mi Hijo dando así comienzo al período

de mi maternidad espiritual.

 

El corazón de María en nada difiere del de su Hijo

si no es en la Perfección divina.

 

Yo no tuve que hacer sino tomar este "hijo de Cristo" (el Padre Migliorini sabe qué quiera expresar en hebreo el sufijo: "bar") de las manos de mi Hijo dando así comienzo al período de mi maternidad espiritual con una flor que ya se había abierto para el Cielo, de mi maternidad espiritual brotada cual rosa purpúrea de aquellas palmas clavadas al leño de la Cruz, tan diferente de la cándida rosa de la alegría de Caná, pero entregada de igual manera por el amor de Cristo a su Madre para los hombres, como ofrecida también por el amor de Cristo a los hombres para su Madre que habría de verse en lo sucesivo sin Hijo

Un milagro de amor signó la era de la evangelización, como otro milagro de amor signó la de la redención, porque todo cuanto procede de mi Jesús es amor, lo mismo que es ciertamente amor cuanto procede de María. El corazón de María en nada difiere del de su Hijo si no es en la Perfección divina.

De lo alto de la Cruz iban cayendo lentas las palabras, espaciadas en el tiempo, como el sonar de las horas en un reloj celeste. Y yo las recogí todas, aun las que no se referían a mí, porque hasta el más leve suspiro del Moribundo lo recogían, lo bebían, lo aspiraban mis oídos, mis ojos y mi corazón.

 

"Mujer, he ahí a tu hijo". Y desde aquel momento he ido

 dando hijos al Cielo engendrados por mi dolor.

 

"Mujer, he ahí a tu hijo". Y desde aquel momento he ido dando hijos al Cielo engendrados por mi dolor. Parto virginal, como el primero, fue este místico alumbraros a vosotros para Él. Yo os doy a luz para el Cielo a través de mi Hijo y de mi dolor. Y el engendraros, que se inició con estas palabras, si bien no fue con clamores de carne desgarrada por hallarse la mía inmune de culpa y de la condena de concebir con dolor, el corazón desgarrado ululó en silencio con el sollozo mudo del espíritu y puedo decir que nacisteis vosotros a través del pasadizo abierto por mi dolor de Madre en mi corazón de Virgen.

 

siempre ésta: "¡Mamá!", único consuelo de mi Hijo

al llamarme con ella

 

Mas la palabra-reina de aquella cruel tarde de abril era siempre ésta: "¡Mamá!", único consuelo de mi Hijo al llamarme con ella, puesto que sabía cuánto le amaba y cómo subía mi espíritu hasta su Cruz para besar a mi Torturado santísimo. Palabra cada vez más frecuente y desgarradamente repetida a medida que, cual marea creciente, le iba aumentando el espasmo.

El fuerte grito de que hablan los evangelistas fue esta palabra. Todo lo tenía dicho y cumplido, había confiado su espíritu al Padre y expresado su dolor sin medida. Mas el Padre, que hasta entonces se había complacido en Él, no se le mostró, pues, al verle ahora cargado con los pecados del mundo, Dios le miraba con severidad. Por eso la Víctima llamó a su Madre con un grito de dolor lacerante que traspasó los Cielos haciendo llover de ellos el perdón y traspasó, a la vez, mi corazón haciendo llover sangre y lágrimas del mismo.

Yo recogí aquel grito que, por el rictus de la muerte, ¡y qué muerte!, su palabra se transformaba en un desgarrador lamento y esa exclamación la llevé clavada en mi ser, como espada de fuego, hasta la mañana pascual en que entró Vencedor, más resplandeciente que el sol de aquella mañana apacible, mucho más hermoso de lo que anteriormente le hubiera visto nunca, ya que si la tumba me había engullido a un Hombre-Dios, perfecto en su majestad viril y lleno de gozo por la prueba concluida.

También entonces dijo: "¡Mamá!". Pero, hija, éste era el grito de su alegría incontenible, de la que me hacía partícipe estrechándome contra su Corazón y despojando de la amargura del vinagre y de la hiel el beso de su Madre.

 

No te extrañes de que en el día de la fiesta de mi pureza

te haya hablado de mi dolor

 

No te extrañes de que en el día de la fiesta de mi pureza te haya hablado de mi dolor. A toda dádiva de Dios se contrapone, en justicia, otra de parte del beneficiado con ella. Toda elección comporta deberes, enormes y suaves a la vez, que se transforman en gozo eterno al finalizar la prueba.

Al don supremo de mi Concepción inmaculada debía, de mi parte, corresponder el de ser Madre del Redentor, o sea, la Mujer del Dolor. Y la amargura del Gólgota es la corona puesta sobre la gloria de mi Concepción inmaculada."

C. 43, 617-619

A. M. D. G.