LA DESPEDIDA A ANTIOQUIA

 


 

#Filipo ruega a los apóstoles que hablen por lo menos una vez,  

#Cada uno de los apóstoles cuenta algún pasaje de las Escrituras o como fue su primer encuentro con Jesús  

#Empieza a hablar Pedro  

  #Simón Zelote, continúa. 

  #Ahora habla Santiago de Alfeo  

#Ahora le toca a Andrés  

#Mateo te toca a ti hablar de las restantes maravillas del Señor  

  #Santiago de Zebedeo, ahora es tu turno."   

#Judas ¿quieres hablar ahora?"   

#Juan de Zebedeo, te toca hablar a ti ahora."   

#¿Y Juan, el pedagogo, no va a hablar?"   

#Juan de Endor levanta su cara destrozada del dolor y dice: "Comunicarás al Maestro que hacemos su voluntad..." Y Síntica: "Y que nos ayude a realizarla hasta el fin..."   

#Pedro se despide: Besa la frente de Síntica,... abraza y besa a Juan de Endor

 


 

Los apóstoles están nuevamente en la casa de Antioquia y con ellos Juan de Endor y Síntica con todos los de Antigonia. Todos visten elegantemente, de lo que infiero que es sábado.

 

Filipo ruega a los apóstoles que hablen 

por lo menos una vez

 

Filipo ruega a los apóstoles que hablen por lo menos una vez, antes de que partan.

"¿Acerca de qué cosa?"

"Acerca de lo que queráis. Durante estos días os habéis percatado de nuestras conversaciones. Según esto podéis hablar."

 

CADA UNO DE LOS APÓSTOLES CUENTA ALGÚN 

PASAJE DE LAS ESCRITURAS O COMO FUE SU PRIMER 

ENCUENTRO CON JESÚS

 

Los apóstoles se miran el uno al otro. ¿Quién tiene que hablar? Claro que Pedro. ¡Es el jefe! Pero él no quiere hablar. Cede el honor a Santiago de Alfeo o a Juan de Zebedeo. Sólo cuando ve que no puede eludir su obligación, la acepta.

 

Empieza a hablar Pedro

 

"Hemos oído en la sinagoga que se nos habló del cap. 52 de Isaías. Según el mundo, el comentario fue docto, según la Sabiduría no.

Con todo no se puede reprochar al comentador, que habló conforme al conocimiento manco que tiene, pues no conoce al Mesías, los tiempos nuevos que él ha traído. No critiquemos, más bien oremos para que se conozcan estas gracias, y se les acepte sin obstáculos.

Me dijisteis que en la Pascua oísteis que algunos hablaban con fe y otros con desprecio del Maestro. Y me dijisteis también que por la gran fidelidad que sentís por la casa de Lázaro, pudisteis haber resistido a la mala impresión que sufríais, tanto más cuanto que a quienes oíais eran de los grande de Israel.

Pero ser docto no quiere decir ser santo, ni poseer la verdad. 

La verdad es esta: Jesús de Nazaret es el Mesías prometido, el Salvador de quien hablan los profetas, el último de los cuales duerme en el seno de Abraham después del glorioso martirio que sufrió por causa de la justicia. Juan Bautista dijo, y aquí hay algunos que lo oyeron: "He aquí al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". 

Entre los más humildes, como los que están aquí presentes, y que oyeron sus palabras, creyeron en ellas, porque la humildad sirve para llegar a la fe, pero difícilmente los soberbios encuentran el camino -cargados como están de tantas cosas- para llegar a la cima del monte donde casta y luminosa vive la fe. Estos, que fueron muy humildes y también por haber creído, merecieron ser los primeros en el ejército del Señor Jesús.

Ved, pues, cuán necesaria sea la humildad para conseguir una fe pronta, y cómo sea premiado el saber creer, aun contra las apariencias.

Os exhorto y estimulo a que tengáis estas dos cualidades, y si es así pasaréis a formar parte del ejército del Señor y conquistaréis el reino de los cielos..."

 

SIMÓN ZELOTE CONTINÚA

 

Simón Zelote, continúa.

Este, que no pensaba que fuera a ser su turno, y de que se le señalase directamente, da un paso adelante y habla del modo siguiente:

"Continuaré el discurso de Simón Pedro, nuestro jefe por voluntad del Señor. Seguiré el argumento del cap. 52 de Isaías, y lo haré porque soy un servidor de la Verdad que se ha encarnado, y de quien me profeso para siempre su siervo. Allí se dice: "Levántate, revístete de tu fuerza, oh Sión. Vístete como para fiesta, ciudad del Santo". Así debería ser. Porque cuando se cumple una promesa, viene la tranquilidad, llega la paz, no hay temor de nada, se aproxima el tiempo en que uno pueda alegrarse. Todo corazón, toda la ciudad entera debería revestirse de fiesta para que las frentes abatidas se levanten, al saber que no son objeto de odio, ni vencidas, ni azotadas, sino que se les ama, que están libres.

No hemos venido aquí a llamar a tribunal a Jerusalén. Nos lo prohíbe la caridad que es la virtud principal. No miremos, pues, los corazones de los otros, sino el nuestro. Llenémoslo con esa fe de la que habló Simón, y vistámonos para la fiesta, porque nuestra fe secular en el Mesías ve consumada su esperanza. El Mesías, el Santo, el Verbo de Dios está realmente entre nosotros. Esto lo han experimentado no sólo las almas que oyen palabras sabias, que las robustecen, que les infunden santidad y paz, sino también los cuerpos, que por obra del Santo a quien el Padre ha concedido todo, se ven libres de las enfermedades más horribles, y hasta de la muerte, para que nuestras tierras, nuestros valles canten un hosanna al Hijo de David, al Altísimo que ha enviado a su Verbo, como lo había prometido a los patriarcas y profetas.

Yo que os hablo, era yo un leproso condenado a morir una muerte cruel, rodeado de una soledad, cual si fuera una fiera. Alguien me dijo: "Ve a El, al Rabbí de Nazaret y te curarás". Tuve fe. Fui. Me curé no sólo en el cuerpo, sino también en el corazón. De este modo no me veo más separado de los hombres; y al no odiar, tampoco de Dios. De proscrito, rebelde, enfermo me convertí en su siervo con un corazón nuevo. Me llamó a la misión, esto es, para que fuera entre los hombres, que los amara en nombre suyo, que los instruyese en lo único que es necesario saber: que Jesús de Nazaret es el Salvador y que son bienaventurados los que crean en El.

 

Ahora habla Santiago de Alfeo

 

Habla ahora tú, Santiago de Alfeo."

"Soy hermano del Nazareno. Mi padre y el suyo fueron hermanos carnales. Pero no puedo llamarme hermano, sino siervo, porque la paternidad de José, hermano de mi padre, fue una paternidad espiritual, y os digo en verdad que el verdadero Padre de Jesús, nuestro Maestro, es el Altísimo a quien adoramos. El ha querido que su divinidad, una y trina, se encarnase en la segunda Persona y viniera a la tierra, permaneciendo siempre unida con las que viven en el cielo. Porque Dios, el infinitamente Poderoso, puede hacerlo, y lo hace por el amor que tiene para sus creaturas.

Jesús de Nazaret es nuestro hermano, porque nació de una mujer y es como uno de nosotros. Es nuestro Maestro porque es el Sabio por excelencia, es la Palabra misma de Dios que ha venido a hablarnos para que pertenezcamos a Dios. Es nuestro Dios, siendo una cosa con el Padre y con el Espíritu Santo, con quienes siempre está unido por el amor, por el poder, por naturaleza.

Estas cosas, que el Justo que fue mi pariente pudo conocer, sean también vuestra herencia. Cuando el mundo trate de arrebatároslo al decir. "Es un hombre cualquiera", contestad: "No. Es el Hijo de Dios. Es la estrella de Jacob, es la Vara que se yergue en Israel. Es el Dominador. No permitáis cambiar de opinión. Esto es la fe.

 

Ahora le toca a Andrés

 

Te toca a ti, Andrés."

"Esto es la fe. Yo soy un pobre pescador del lago de Galilea. En las noches silenciosas, cuando pescaba yo, monologaba así:  "¿Cuándo vendrá? ¿Viviré todavía? Según la profecía, faltan muchos años." Para el hombre, unas cuantas decenas de años son siglos... Me preguntaba a mí mismo: "¿ Cómo vendrá? ¡A dónde llegará? ¿De quién? " Mi ignorancia humana me hacia imaginar gloria de reyes, palacios regios, cortejos, trompetas, poder, majestad. Y me decía: "¿Quién podrá mirar a este gran rey?" Me lo imaginaba más formidable que el mismo Yeové en el Sinaí. Me decía yo: "Los hebreos vieron que en el monte había truenos y relámpagos, y no quedaron reducidos a ceniza porque el Eterno estaba detrás de las nubes, pero nosotros lo miraremos con nuestros ojos mortales y moriremos..."

Yo era discípulo del Bautista. Cuando no tenía que pescar iba a verlo con otros compañeros. Era un día como este, con su luna... Las riberas del Jordán rebosaban de gente que se estremecía bajo las palabras del Bautista. Había yo visto a un joven bello, pausado que venía por un sendero. Su vestidura era sencilla. Su mirada dulce. Parecía como si pidiera amor, como si lo diera. Por un instante sus azules ojos se posaron en mí, y experimenté algo inaudito. Algo así como si acariciaran mi alma, algo así como si un ángel me tocara. Por un momento me sentí tan lejano de la tierra, tan diverso, que dije: "¡Voy a morir! ¡Dios está llamando mi alma!"

Pero no morí. Me quedé extático al contemplar a aquel joven desconocido, que había puesto sus ojos sobre el Bautista, que se volvió, corrió a El y se inclinó ante El. Hablaron entre sí, y como la voz de Juan era un continua retemblar, pudimos comprender lo que decía, pues deseábamos con todo el ansia saberlo. Mi corazón me decía que no era igual a todos los demás. Entre sí se dijeron: "Debes bautizarme..." "Por ahora hagamos así. Hay que cumplir con todo lo prescrito..."

Juan había dicho ya antes. "Vendrá a quien no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias". También había dicho: "En medio de vosotros, en medio de Israel, hay alguien a quien no conocéis. Tiene en sus manos el ventilador. Limpiará su era y quemará las pajas con un fuego que jamás se apaga."

Tenía ante mí a un joven del pueblo, de aspecto suave, humilde, y con todo sentí que era El a quien ni el Santo de Israel, el último Profeta, el precursor, era digno de desatar su calzado. Pensé que era a quien no conocíamos. Pero no sentí miedo. Más bien, cuando Juan, después del trueno terrible de Dios, después del grandísimo resplandor de la Luz en forma de una hermosa paloma, dijo: "He aquí al Cordero de Dios", grité en medio de mi corazón que rebozaba de alegría al contemplar a ese joven de dulce y humilde aspecto: "¡Creo!" Por esta fe soy su siervo. Si la tuviereis tendréis paz y consuelo.

 

Mateo te toca a ti hablar de las restantes 

maravillas del Señor

 

Mateo te toca a ti hablar de las restantes maravillas del Señor."

"Yo no puedo hablar como Andrés. El era un hombre recto, yo un pecador, por esto mis palabras no resuenan con el tímpano de la alegría, pero sí tienen la esperanza de un salmo.

Yo era un pecador. Realmente, un gran pecador. Mi vida se pasaba en medio del error. La corteza de mi insensibilidad había aumentado, y con ella me sentía contento. Sólo cuando algún fariseo o el sinagogo me echaban en cara mis errores, y me decían que algún día me presentaría ante el Juez inexorable, sentía un poco de temor... pero luego tornaba a decirme: "¡Qué importa! ¡Estoy ya condenado! Demos rienda a todo lo que queramos ¡oh cuerpo mío!" Cada vez caía en el abismo del pecado. 

Dos primaveras hace que un Desconocido llegó a Cafarnaum. Para mí también lo era, como para todos los que ignoraban su misión. Pocos lo conocían; esto es, estos a quienes veis y otros pocos. Me atrajo su aspecto viril y al mismo tiempo, casto. Esto último fue lo que más me impresionó. Veía que era un hombre austero, pero que siempre estaba pronto a hacer caso a los niños, algo así como las abejas van en busca de las flores. En los juegos de los niños encontraba su placer. También me llamó la atención su poder. Hacía milagros. Dije: "Es un exorcista. Un santo". Pero me sentía avergonzado ante El. Huía de su presencia.

El me buscaba, a lo menos esto me parecía. No pasó ni una vez cerca de mi banco sin que me mirara con esa mirada dulce y en cierto punto hasta triste. Y cada vez mi conciencia se estremecía, sentía despertar de su sopor.

Un día, pues la gente alababa sus palabras, tuve deseos de oírlo. Me escondí detrás de una esquina de una casa, y oí que hablaba a varias personas. Hablaba sin preocuparse de algo. Hablaba de la caridad que es un perdón de nuestros pecados... Desde aquella tarde, en mi corazón nació el deseo de que Dios perdonara mis pecados. Hacía yo cosas en secreto... Pero El sabía que yo era porque El sabe todo. Otra vez lo oí explicar el capítulo 52 de Isaías: decía que en su reino, en la Jerusalén celestial, no habrá inmundos, ni incircuncisos de corazón, y prometió que esta ciudad celestial, de la que habló bellezas que sentí nostalgia de ella, sería para quien a El viniera.

Y luego... luego... En ese día la mirada no fue de tristeza, sino de orden. Me atravesó el corazón. Vi el estado de mi alma. La cauterizó. Tomó en su puño mi pobre alma, enferma, la taladró con su amor que no espera... y me encontré con un alma nueva. Fui a El arrepentido y confiado. No esperó que le dijese. "¡Señor, piedad!" Me dijo: "Sígueme".

El venció a Satanás dentro del corazón de un pecador. Sépalo esto quien se sintiera turbado dentro de su corazón. El es el Salvador, a quien no hay que esquivar, antes bien cuanto más alguien se siente pecador, tanto más hay que acudir a El con humildad, con arrepentimiento.

 

Santiago de Zebedeo, ahora es tu turno."

 

Santiago de Zebedeo, ahora es tu turno."

"En realidad, no sé qué decir. Habéis dicho lo que se me ocurría.

También yo estuve con Andrés en el Jordán, pero no caí en la cuenta de El sino hasta cuando las palabras del Bautista me lo mostraron. Sin embargo al punto creí, y cuando hubo partido, después de su maravillosa manifestación, me quedé como quien después de haber contemplado al sol en su zenit, se le encierra dentro de una oscura cárcel. Me moría por encontrar al Sol. El mundo estaba sin luz, después que apareció la Luz de Dios y se me había desaparecido. Estaba solo entre los hombres. Cuando comía, me sentía con hambre. Nada me atraía, ni dinero, cariños, trabajos. Todo me parecía opaco, oscuro sin El. Lloraba como el niño que ha perdido a su madre: "¡Regresa, Cordero del Señor! ¡Oh, Altísimo, así como enviaste a Rafael para que guiase a Tobías, manda tu ángel para que me lleve por los caminos del Señor para que lo encuentre, para que lo encuentre!"

Y sin embargo, cuando después de muchos días, que para mí fueron siglos por el ansia que tenía de verlo y porque por vez primera había sido puesto en prisión nuestro Juan, lo vi venir por el camino que viene del desierto, no lo reconocí al punto.

En este punto, hermanos en el Señor, os quiero enseñar otro camino para llegar a El y reconocerlo.

Simón de Jonás ha dicho que son necesarias la fe y la humildad para reconocerlo. Simón Zelote ha confirmado la absoluta necesidad de la fe para reconocer en Jesús de Nazaret al que está en el cielo y en la tierra, según lo que se ha dicho. Simón Zelote tuvo necesidad de una gran fe, dado el estado miserable de su enfermedad. Por eso ha afirmado que la fe y la esperanza son los medios para alcanzar al Hijo de Dios. Santiago, el hermano del Señor, ha mencionado el poder de la fortaleza para conservar lo que se ha encontrado. La fortaleza que impide que las asechanzas del demonio y de Satanás aplasten nuestra fe. Andrés ha dicho que es necesario conjugar la fe con una santa sed de justicia, tratando de conocer y retener la verdad, de cualquier boca que viniere, no por orgullo humano de ser doctos, sino por el deseo de conocer a Dios. Quien se instruye en la verdad, encuentra a Dios.

Mateo, en otro tiempo pecador, nos ha mostrado otro camino para llegar a Dios: despojarse de los sentidos por espíritu de imitación, diría yo, por reflejo de Dios que es pureza infinita. Lo que más llamó la atención a Mateo, cuando todavía estaba envuelto en pecados, fue la "casta virilidad" del Desconocido que había hecho su presencia en Cafarnaum. Como que si tal cosa hubiera tenido la fuerza de resucitar su continencia muerta. Como primer paso se abstuvo de todo lo que no estaba bien, y de este modo limpió el camino a Dios y a la resurrección de la virtud en su corazón. De la continencia pasó a la misericordia, de esta a la contrición, de esta a sobrepujarse a sí mismo y a unirse con Dios. "Sígueme". "Voy". Pero ya su corazón había dicho: "Voy" y el Salvador había ordenado: "Sígueme" desde que por vez primera la virtud del Maestro llamó su atención. 

Imitad. Porque cualquier experiencia, aun cuando penosa, es faro para evitar el mal y encontrar el bien para quienes tienen buena voluntad.

Por mi parte digo que cuanto más el hombre se esfuerza en vivir para el espíritu, se prepara mejor para reconocer al Señor, para lo cual la vida angelical sirve muchísimo. Entre nosotros, los discípulos, fue Juan quien lo reconoció al punto, pese a la ausencia, dada la virtud con que se encuentra dotado. Aun cuando Jesús había hecho gran penitencia y su rostro estaba demacrado lo reconoció mejor que Andrés. Por lo cual os digo que: "seáis castos para poder reconocerlo".

 

Judas ¿quieres hablar ahora?"

 

Judas ¿quieres hablar ahora?"

"Sí. Sed castos para poder reconocerlo, pero también para poderlo conservar en vosotros con su sabiduría, con su amor. Isaías dice en el lugar antedicho: "No toquéis lo que es impuro... purificaos vosotros quienes cargáis los vasos del Señor". En realidad, cualquier alma que se hace su discípulo es semejante a un vaso lleno del Señor y el cuerpo en el que está, es como el que carga el vaso sagrado del Señor. No puede estar Dios donde hay impureza.

Mateo dijo cómo el Señor ha dicho que nada de inmundo o de profano habrá en la Jerusalén celestial. Es menester no ser inmundos acá abajo, ni alejarse de Dios, para poder entrar. Infelices los que dejan todo para la última hora en que esperan arrepentirse. No siempre tendrán tiempo de hacerlo. Así como los que ahora lo calumnian no tendrán tiempo de crearse un corazón propio para el momento de su triunfo, y no gozarán de sus frutos.

Tanto los que esperan como los que temen ver en el Rey santo y humilde a un monarca terrenal no estarán preparados para aquella hora. Se verán envueltos en el engaño, desilusionados por lo que se habían imaginado. Pues Dios no piensa como ellos.

La humillación de ser Hombre pesa sobre El. Esto debemos recordarlo. Isaías dice que todos nuestros pecados pesan sobre la Persona divina que se ha revestido de carne humano. Cuando pienso que el Verbo de Dios tiene junto a Sí, como una costra sucia, toda la miseria del género humano, siento una gran compasión y trato de comprender el sufrimiento que debe padecer su alma sin culpa. Es como el asco que una persona sana sentiría al verse cubierta de todo lo sucio, de todo lo inmundo de un leproso. Verdaderamente que es el traspasado por nuestros pecados, el llagado con todas las concupiscencias del hombre. Su alma, que vive entre nosotros, debe estremecerse ante toda la miseria que contempla.

Y sin embargo El no dice nada. No abre su boca para decir: "Me causáis asco". La abre solo para decir: "Venid a Mí, para que os quite vuestras culpas". Es el Salvador. Llevado de su infinita bondad ha querido ocultar su belleza. La que, según dijo Andrés, si se hubiera aparecido como está en el cielo, nos habría convertido en ceniza. Mas ahora se ha hecho atractiva, como la de un manso cordero, para que todos puedan acercarse a El, para que a todos salve. Su estado de humillación durará hasta que cumplido su término de vivir entre los hombres pecadores, sea levantado sobre la multitud de los rescatados, en el triunfo de su santa realeza. ¡Un Dios que saborea la muerte, para salvarnos a la vida!

Estas consideraciones os ayuden a amarlo sobre todo. El es el santo. Puedo afirmarlo, como Santiago también que crecimos con El. Afirmo y lo afirmaré que estaré siempre pronto a dar mi vida por proclamar esta fe, para que los hombres crean en El y tenga la vida eterna.

 

Juan de Zebedeo, te toca hablar a ti ahora."

 

Juan de Zebedeo, te toca hablar a ti ahora."

"¡Qué bellos son los pies del mensajero que huella los montes! Del Mensajero de la paz, del que anuncia la felicidad y predica la salud, del que dice a Sión: "¡Reinará tu Dios!" Hace dos años que estos pies incansablemente van por los montes de Israel llamando a sus ovejas para que formen la grey de Dios, confortando, sanando, perdonando, dando paz... su paz.

En verdad que me quedo asombrado cómo los collados no revienten de alegría, cómo no se estremezcan las aguas de nuestra Patria, al sentir la caricia de sus pies. Pero lo que más me asombra es el ver que no griten de alegría los corazones y que llevados de júbilo no griten: "¡Sea alabado el Señor! ¡El Esperado ha llegado! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!" El que derrama gracias y bendiciones, paz y salud, y llama a su reino abriendo el camino, el que derrama amor con sus acciones, con su palabra, con su mirada, con su aliento.

¿Qué le pasa a este mundo para que esté ciego a la luz que vive entre nosotros? ¿Qué lastre, más grueso que las rocas que hay en las puertas de los sepulcros, y que impide que el alma no vea esta luz? ¿Qué montañas de pecado tiene sobre sí para que esté tan oprimido, aplastado, ciego, encadenado, paralizado, de modo que se queda inerte ante el Salvador?

¿Qué cosa es el Salvador? Es la luz fundida con el amor. Mis hermanos han alabado al Señor, han traído a la memoria sus obras, han señalado las virtudes para poder llegar a El. Yo os digo: Amad. No hay virtud mayor, ni más semejante a su Naturaleza. Si amáis, podréis practicar todas las virtudes sin fatiga, comenzando por la castidad. No os será gravoso ser castos, porque amando a Jesús, a ningún otro ser amaréis inmoderadamente. Seréis humildes porque veréis en El sus infinitas perfecciones con ojos de un amante y por esto os enorgulleceréis de las vuestras, que son mínimas. Creeréis. Pues ¿quién hay que no crea a quien ama? Sentiréis el dolor que salva, porque será recto, esto es, un dolor por las penas que se le proporcionaron, penas que El no merecía. Seréis fuertes. ¡Oh, sí! El que está unido con Jesús es fuerte. Fuertes contra cualquier cosa. Os veréis llenos de esperanza porque no dudaréis de su Corazón que os ama como sólo El lo hace. Seréis sabios. Seréis todo. Amadle a El que anuncia la verdadera felicidad, que predica la salvación, que incansable camina por montes y valles, invitando a que se reúnan sus ovejas. Por sus senderos existe la paz. Existe en su reino que no es de este mundo, pero que existe en realidad, como en verdad existe Dios.

Dejad cualquier otro camino que no sea el suyo. Desechad toda neblina. Caminad hacia la luz. No seáis como el mundo que no quiere verla, que no quiere conocerla. Dirigios a nuestro Padre que es el Padre de las luces, que es Luz ilimitada, por medio de su Hijo que es luz del mundo, para que podáis saber lo que es Dios en el abrazo del Paráclito que es el brillar de luces en una sola beatitud de amor, que une a los Tres en Uno. ¡Infinito océano del Amor, donde la tempestad no existe, donde no hay tinieblas, acógenos! ¡A todos! ¡A los inocentes como a los que se han convertido! ¡En tu paz! Por toda la eternidad. A todos los que estamos en la tierra para que te amemos, oh Dios, y al prójimo como quieres. A todos los que están en el cielo, para que amemos siempre no sólo a Ti y a los que lo pueblan, sino también a nuestros hermanos que están en la tierra, en espera de la paz, y como ángeles de amor los defendamos y sostengamos en las luchas y tentaciones, para que puedan estar contigo en tu paz, para gloria eterna de nuestro Señor Jesús, Salvador, que ama al hombre hasta el aniquilamiento sublime de Sí  mismo."

Como siempre Juan, subiendo con sus alas de amor, arrastra consigo a las almas a alturas incomprensibles del amor y del silencio místico.

 

¿Y Juan, el pedagogo, no va a hablar?"

 

Pasan algunos minutos y los oyentes vuelven en sí. El primero que habla es Filipo, que pregunta: "¿Y Juan, el pedagogo, no va a hablar?"

"Os hablará siempre, cuando no estemos ya. Dejadlo que goce de su paz, y dejadnos algunos minutos con él Tú, Saba, haz lo que te dije antes, lo mismo que tú, buena Berenice..."

Salen los demás. Se quedan los apóstoles y los dos discípulos. Un silencio profundo reina. Todos están pálidos. Los apóstoles porque saben lo que va a suceder. Los discípulos porque lo presienten.

Pedro no dice más que esta palabra: "Roguemos" y empieza el "Padre nuestro". Después, pálido como jamás estará ni aun ante la muerte, dice a los dos, sobre los que pone una mano: "Ha llegado el momento de despedirnos, hijos. ¿Qué queréis que diga al Señor en vuestro nombre? Pues estará ansioso de saber cómo os encontráis."

Síntica cae de rodillas, cubriéndose la cara con las manos, y Juan la imita. Pedro que los tiene a sus pies, inconscientemente los acaricia, mientras se muerde los labios para no dejarse llevar de la emoción.

 

Juan de Endor levanta su cara destrozada 

del dolor y dice: "Comunicarás al Maestro que 

hacemos su voluntad..." 

 

Y Síntica: "Y que nos ayude 

a realizarla hasta el fin..." 

 

Juan de Endor levanta su cara destrozada del dolor y dice: "Comunicarás al Maestro que hacemos su voluntad..."

Y Síntica: "Y que nos ayude a realizarla hasta el fin..." El llanto impide decir algo más.

"Está bien. Démonos el beso de despedida. Debía llegar este momento..." Pedro, no termina su frase, por el llanto que se le agolpa en la garganta.

"Bendícenos" suplica Síntica.

"No. Yo no. Mejor, uno de los hermanos de Jesús..."

"No. Tú eres el jefe. Los bendeciremos dándoles el beso. Bendícenos a todos. A los que partimos, como a los que se quedan" dice Tadeo arrodillándose el primero.

Pedro, el pobre Pedro, que está colorado por el esfuerzo de controlarse, por el ansia que experimenta, con una voz áspera por el llanto, una voz como de anciano, pronuncia sobre los arrodillados la bendición mosaica.

 

Pedro se despide: Besa la frente de Síntica,... 

abraza y besa a Juan de Endor

 

Luego se inclina. Besa en la frente a Síntica como si fuese su hermana. Levanta, abraza y besa a Juan... y sale de la habitación mientras los demás se despiden de los discípulos.

Afuera el carro los está esperando ya. No están presentes más que Filipo y Berenice, y el siervo que detiene el caballo. Pedro está ya sobre la carreta...

"Comunicarás al patrón que no se preocupe por los dos recomendados" dice Filipo a Pedro.

"Diréis a María que me parece sentir la paz de Euqueria desde que se hizo discípula" dice en voz baja Berenice a Zelote.

"Diréis al Maestro, a María, a todos, que los amamos y que... ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Oh, no los veremos más! ¡Adiós, hermanos! ¡Adiós!..."

Corren los dos discípulos hacia el camino... Pero la carreta, que veloz ha partido, ha dado la vuelta por una curva... Ha desaparecido...

"¡Síntica!"

"¡Juan!"

"¡Estamos solos!"

"¡Dios está con nosotros!... Ven, pobre Juan. El sol desciende. Te podría hacer mal estar aquí..."

"Se me ha ocultado para siempre... Sólo en el cielo volverá a levantarse."

Entran donde estaban antes. Se sientan junto a una mesa, y se entregan a un llanto desconsolador.

VI. 67-78

A. M. D. G.