JESÚS CONFIRMA SOBRE SU 

RESURRECCIÓN A CREYENTES, EN 

DIVERSOS LUGARES

 


#la madre de Analía  

#A MARÍA DE SIMÓN EN KERIOT  

#EN YUTTA    

#AL JOVENZUELO YAIA EN PELA

  #EN CASA DE JUAN EN NOBE 

  #DONDE MATÍAS, EL SOLITARIO, CERCA DE YABES GALAAD 

  #CON ABRAHAM EN ENGADDI  

#ELÍAS, EL ESENIO DE CARIT 

  #EN CESAREA DE FILIPO 

  #EN CADES 

  #EN GISCALA 

  #DONDE JOAQUÍN Y MARÍA EN BOZRA  

#EN EFRAÍN, EN CASA DE MARÍA DE JACOB  

#DONDE SÍNTICA EN ANTIOQUIA 

  #CON EL LEVITA ZACARÍAS  

#A UNA MUJER DE LA LLANURA DE SARÓN  

#A LOS PASTORES EN EL GRAN HERMÓN  

#EN SIDÓN, EN CASA DEL NIÑO QUE NACIÓ CIEGO  

#CON LOS CAMPESINOS DE YOCANA 

  #EN LAS TIERRAS DE DANIEL, PARIENTE DE ELQUÍAS. EN BETERÓN  

#DONDE UNA MUJER GALILEA


 

LA MADRE DE ANALÍA

 

Elisa, la madre de Analía, llora desconsoladamente en su casa, en su habitacioncilla donde hay un lecho sin mantas, tal vez el de Analía. Elisa tiene la cabeza abandonada sobre sus brazos, extendidos sobre el lecho como si lo quisieran abrazar. Está de rodillas por la debilidad. Llora copiosamente.

Entra poca luz por la ventana abierta. No hace mucho que despuntó el día. Pero se enciende una fuerte luz cuando entra Jesús. Digo: entra, para significar que está en la habitación, mientras antes no estaba. Así siempre me expresaré para dar a entender cuando se aparece en un lugar cerrado sin tener que volver a repetir la forma cómo se aparece, en medio de una gran luminosidad que recuerda la de la Transfiguración, teniendo por fondo un fuego blanco -permítaseme la comparación- ue parece derretir los muros y puertas para que pueda pasar con su cuerpo glorificado, que respira, que se mueve; fuego, luminosidad lo envuelve, lo esconde cuando se va. Pero luego toma el aspecto bellísimo de resucitado, de un verdadero hombre, de una belleza centuplicada de la que ya tenía antes de su pasión. Es el mismo, fuera de que es el Rey glorioso.

"¿Por qué lloras, Elisa?"

No comprendo cómo la mujer no reconozca su voz inconfundible. Puede ser que el dolor la haya embotado. Responde como si hablase con algún familiar, que tal vez habrá venido a verla después de la muerte de Analía.

"¿Oíste ayer noche a esos hombres? El no era nada. Poder mágico pero no divino. Y yo que me había resignado a la muerte de mi hija, pensando que Dios la había amado, que estaba en paz... ¡Ya me lo había dicho!.." llora con más fuerza.

"Muchos lo han visto resucitado. Sólo Dios puede resucitarse por sí mismo."

"Dije lo mismo a los de ayer. Lo oíste. No acepté sus ideas. porque sus palabras significaban la muerte de mi esperanza, de mi tranquilidad. Pero ellos -lo oíste- replicaron: "Comedia de sus seguidores para no confesar que son unos locos. El está muerto y bien muerto; corrompido, fétido. Lo robaron y lo destruyeron, diciendo que ha resucitado". Así hablaron... Y que por esto el Altísimo envió el segundo terremoto para hacer sentir sobre ellos su ira por su mentira sacrílega. ¡Oh, no tengo más consuelo!"

"Pero si tú con tus propios ojos vieses al Señor resucitado, y lo palpases con tus manos, ¿creerías?"

"No soy digna...¡Pero claro que si creería! Ma bastaría con verlo. No me atrevería a tocar su cuerpo porque, si fuera así, debe ser divino, y una mujer no puede acercarse al Santo de los Santos."

"Levanta la cabeza, Elisa y mira quién está delante de ti."

La mujer levanta su cabeza cana, la cara desgarrada por el llanto y mira... Cae sobre sus calcañales, se restriega los ojos, abre la boca y quiere gritar del estupor que la embarga.

"Soy Yo. El Señor. Toca mi mano. Bésala. Me sacrificaste tu hija. Lo mereces. Encuentra en esta mano, el beso espiritual de tu hija. Está en el cielo. Es dichosa. Referirás esto a los discípulos  y este día."

La mujer está tan extasiada que no se atreve a hacer nada. Es el mismo Jesús que pone sus dedos sobre sus labios.

"¡Oh, de veras que has resucitado! ¡Soy dichosa, feliz! Bendito Tú que has venido a consolarme." Se inclina para besarle los pies y se queda en esta posición. La luz sobrenatural envuelve a Jesús. La habitación queda vacía, pero Elisa tiene en sí una seguridad robustísima.

XI. 739-740

 

II. A MARÍA DE SIMÓN EN KERIOT

 

La casa de Ana, madre de Juana. La casa de campo donde Jesús, acompañado por la madre de Judas, obró el milagro al curar a Ana. También aquí hay una habitación y una mujer sobre el lecho. Una mujer que no puede reconocerse por la angustia mortal que la ha destruido. Su cara está cambiadísima. La fiebre la devora encendiendo sus mejillas salientes. Las sienes las tiene hundidas. Los ojos rojos por la calentura y el llanto cerrados bajo unos párpados hinchados. Donde no se ve nada rojo, se ve la amarillez intensa, verdosa como de bilis derramada en la sangre. Tiene los brazos descarnados, las manos afiladas sobre las mantas que se mueven al jadear.

Cerca de la enferma, que no es otra que la madre de Judas, está Ana, la madre de Juana. Ana le seca las lágrimas y el sudor. Agita un abanico de palma, cambia los lienzos mojados en vinagre aromatizado de la frente y de la garganta. Le acaricia las manos, los cabellos despeinados, que son más blancos que negros, que le caen sobre las mejillas tiesos del sudor, sobre las orejas que parecen de mármol por lo transparente. También Ana llora. La consuela diciendo: "¡No así, María, no así! ¡Basta!... El fue el que pecó. Tú sabes cómo es el Señor Jesús..."

"¡Cállate! No repitas ese nombre que al decírmelo se profana... ¡Soy la madre... del Caín... de Dios! ¡Ah!" El llanto es desgarrador. se siente ahogarse, se arroja al cuello de su amiga que la ayuda al vomitar bilis que le sale de la boca.

"!Calma, calma! ¡No así! ¿Qué quieres que te diga para persuadirte que el Señor te ama? Te lo repito. Te lo juro por lo que me es más santo: mi Salvador y mi hija. El me lo dijo cuando me lo trajiste. Dijo algo con lo que mostró su infinito amor por ti. Tú eres inocente. El te ama. Estoy segura. Segura de que otra vez se entregaría para darte paz, pobre madre atormentada."

"¡Madre del Caín de Dios! ¿Escuchas? Ese viento que sopla allá afuera... Lo dice... Lleva por el mundo su voz y grita: "María de Simón, madre de Judas, del que traicionó al Maestro y lo entregó a sus verdugos". ¿Oyes? Todo lo proclama... Las tórtolas.. las ovejas... Toda la tierra grita que soy yo... No, no quiero curarme. ¡Quiero morirme!... Dios es justo y no me castigará en la otra vida. Pero acá, el mundo no perdona... no distingue... Estoy enloqueciendo, porque el mundo aúlla: "¡Eres la madre de Judas!" " Se deja caer sobre la almohada. Ana la coloca otra vez y sale con los lienzos sucios.

María, con los ojos cerrados, después del último esfuerzo, gime: "¡La madre de Judas!, ¡de Judas!" jadea, luego: "¿Pero qué cosa es Judas? ¿Qué cosa parí? ¿Qué cosa es Judas? ¿Qué cosa?..."

Jesús está en la habitación que una débil luz ilumina porque la del sol es muy escasa para aclarar la ancha habitación en la que está el lecho en el fondo, separado de la única ventana que hay: "¡María, María de Simón!"

La mujer casi delira y no hace caso. Está fuera de sí, sumergida en el torbellino de su dolor. Sus ideas le brotan de su cerebro obsesionado, monótonamente, como el tic-tac de un péndulo: "¡La madre de Judas! ¿Qué cosa parí? El mundo aúlla: "La madre de Judas"..."

Dos lágrimas en los dulcísimos ojos de Jesús aparecen. Me sorprende mucho esto nunca imaginé que Jesús pudiera llorar después de haber resucitado... Se inclina El lecho es tan bajo, y El tan alto. Pone la mano sobre la frente calenturienta, haciendo a un lado las plastas húmedas de vinagre, y dice: "Un infeliz. Esto y no más. Si el mundo aúlla, Dios ahoga su aullido diciéndote: "Tranquilízate, porque te amo". ¡Mírame, pobre madre! Controla tu espíritu extraviado y ponlo en mis manos. ¡Soy Jesús!..."

María de Simón abre sus ojos como si saliera de una pesadilla y ve al Señor, siente su mano sobre su frente, se lleva las manos a la cara y gime: "¡No me maldigas! Si hubiera sabido lo que había concebido, me hubiera arrancado las entrañas para que no hubiera nacido!"

"Y hubieras cometido un pecado, María. ¡Oh, María, no quieras hacer algo malo por culpa de otro. Las madres que han cumplido con su deber no tienen por qué sentirse responsables de los pecados de sus hijos. Tú cumpliste con tu deber, María. Dame tus pobres manos. Cálmate, pobre madre."

"Soy la madre de Judas. Estoy inmunda como todo lo que tocó ese demonio. ¡Madre de un demonio! No me toques." Se revuelve para esquivar las manos divinas que la quieren tocar. Las dos lágrimas de Jesús le caen sobre su cara enrojecida de la fiebre.

"Te he purificado, María. Mis lágrimas de compasión han caído sobre ti. Desde que bebí mi cáliz de dolor, por nadie he llorado; pero sobre ti lo hago con toda mi compasión." Le ha tomado las manos y se sienta, sí, justamente al lado del lecho, teniendo las manos temblorosas de María entre las suyas.

La compasión que brilla en sus hermosos ojos acaricia, envuelve, cura a la infeliz mujer que se calma llorando menos y murmurando: "No me tienes rencor?"

"Te amo. Por esto he venido. Tranquilízate." 

"Tú perdonas, pero el mundo... ¡Tu Madre me odiará!"

"Te tiene como a una hermana. El mundo es cruel, tienes razón. Pero mi Madre es la Madre del Amor, es buena. No puedes andar por el mundo, pero Ella vendrá a ti cuando todo esté ya en paz. El tiempo tranquiliza..."

"Hazme morir, si me amas..."

"Todavía no. Tu hijo no supo darme nada. Sufre un poco de tiempo por Mí. Será breve."

"Mi hijo te dio mucho... Te dio un horror infinito."

"Y tú un dolor infinito. El horror ha pasado. no sirve para más, pero sí sirve tu dolor. Se une a mis llagas. Tus lágrimas y mi sangre lavan el mundo. Tus lágrimas están entre mi sangre y el llanto de mi Madre; y alrededor, alrededor, el dolor de los santos que sufrirán por Mí, y por los hombre por amor mío y de éstos. ¡Pobre María!" Dulcemente la recuesta, le cruza las manos, mira como se tranquiliza...

Regresa Ana y se queda estupefacta en el umbral.

Jesús, que se ha puesto de pie, la mira: "Cumpliste con mi deseo. Para los obedientes hay paz. Tu corazón me ha comprendido. Viven en mi paz."

Vuelve a bajar los ojos sobre María de Simón que lo mira entre un río de lágrimas más tranquilas, y le sonríe. La consuela nuevamente: "Pon tus esperanzas en el Señor. Te dará sus consuelos." La bendice y hace por irse.

María de Simón da un grito de dolor: "Se dice que mi hijo te traicionó con un beso. ¿Es verdad, Señor? Si es así, permíteme que lo lave, besándote las manos. ¡No puedo hacer otra cosa! No puedo hacer otra cosa para borrarlo... para borrarlo..." El dolor le hinca con más fuerza su diente.

Jesús, ¡oh!, Jesús no le da sus manos para que se las bese, las manos sobre las que caen las mangas de la cándida túnica hasta el metacarpo, ocultando las heridas, sino le toma la cabeza entre sus manos, se inclina y sus divinos labios besan la frente ardiente de la más infeliz de todas las mujeres, y al erguirse le dice: "¡Mis lágrimas y mi beso! Nadie ha tenido tanto de Mí. Quédate tranquila. Entre Mí y ti no hay más que amor." La bendice y atraviesa rápidamente la habitación. Sale detrás de Ana que no atrevió a acercarse, ni a hablar, pero que llora de emoción.

Cuando están en el corredor que lleva a la puerta de la casa, Ana se atreve a hablar, a hacer una pregunta que le late en el corazón: "¿Mi Juana?"

"Hace quince días que goza del cielo. No te lo dije allí dentro porque hay un gran contraste entre tu hija y su hijo."

"Es verdad. Una desgracia. Creo que morirá."

"No. No tan pronto."

"Ahora estará más tranquila. La has consolado. ¡Tú, Tú que puedes más que todos!"

"Yo la compadezco más que todos. Soy la divina Compasión. Soy el Amor. Yo te lo digo, mujer: Si Judas me hubiera lanzado tan sólo una mirada de arrepentimiento, le habría alcanzado de Dios el perdón..."

¡Qué tristeza en el rostro de Jesús! La mujer queda maravillada. Las palabras y el silencio afloran sin salir de sus labios, pero la curiosidad la vence. Pregunta: "¿Pero fue una... un ... Sí, quiero decir: ese desgraciado pecó de repente o..."

"Desde hacía meses que pecaba y ni una palabra mía, ni una acción mía pudieron detenerlo, pues grande era su voluntad de pecar. Pero no se lo digas a ella..."

"No se lo diré, Señor. Cuando Ananías, que huyó de Jerusalén sin haber consumado la pascua, la noche misma de la parasceve, entró gritando: "Tu hijo traicionó al Maestro y lo entregó a sus enemigos. Con un beso lo traicionó. Yo he visto al Maestro golpeado, escupido, flagelado, coronado de espinas, cargado de la cruz, crucificado y muerto por obra de tu hijo. Nuestro nombre lo gritan los enemigos del Maestro cual bandera de triunfo con palabras obscenas. La hazaña de tu hijo la cuentan a gritos. Por menos de lo que cuesta un cordero, vendió al Mesías y con un beso traidor lo señaló a los guardias", María cayó por tierra, se puso negra. El médico dice que se le derramó la bilis, que se le despedazó el hígado, y que toda la sangre se le ha corrompido. Y... el mundo es malo. Ella tiene razón... Tuve que traérmela aquí porque iban a la casa en Keriot a gritar: "¡Tú hijo deicida y suicida! ¡Se ahorcó! Belzebú se ha llevado su alma y Satanás su cuerpo". ¿Es verdad este horrible prodigio?"

"No, mujer. Fue encontrado muerto, pendiente de un olivo..."

"¡Ah! gritaban: "El Mesías ha resucitado. Es Dios. Tu hijo traicionó a Dios. Eres la madre del traidor de Dios. Eres la madre de Judas". Por la noche con Ananías y un siervo fiel, el único que se quedó conmigo, pues nadie quiso estar con ella... me la traje a aquí. Esos gritos los oye María en el viento, en el rumor de la tierra, en todas partes."

"¡Pobre madre! ¡Es cosa horrible, sí!"

"¿Pero aquel demonio no pensó en esto?"

"Era una de las razones que empleaba Yo para detenerlo. Pero de nada sirvió. Judas llegó a odiar a Dios, cuando jamás amó verdaderamente a su padre y madre ni a ningún prójimo suyo."

"¡Es verdad!"

"!Adiós, mujer! Mi bendición te de fuerzas para soportar los insultos del mundo porque compadeces a María. Besa mi mano. Te la puedo mostrar. A ella le hubiera causado un gran dolor." Echa hacia atrás la manga, dejando al descubierto la muñeca atravesada.

Ana lanza un gemido al tocar con sus labios la punta de sus dedos.

El ruido de una puerta y un grito ahogado: "¡El Señor!" Un hombre viejo se postra y se queda así.

"Ananías, el Señor es bueno. Vino a consolar a tu parienta, y a nosotros también" dice Ana par consolar también al viejecillo en medio de su grande emoción.

El hombre no atreve a moverse. Llora diciendo: "Pertenecemos a una raza cruel. No puedo mirar al Señor."

Jesús se le acerca. Le toca la cabeza diciendo las mismas palabras que había dicho a María: "Los familiares que ha  cumplido con su deber, no tienen porqué sentirse responsables del pecado de un pariente. ¡Anímate, Ananías! Dios es justo. La paz sea contigo y con esta casa He venido y tú irás adonde  te envíe. Para la pascua suplementaria los discípulos estarán en Betania. Irás a ellos y les dirás que doce días después de que Yo morí, me viste en Keriot, vivo y verdadero, en cuerpo, alma y divinidad. Te creerán porque he estado mucho con ellos. Pero los confirmarás en su fe acerca de mi naturaleza divina al saber que estoy en cualquier lugar en el mismo día. Y antes de ello, irás hoy mismo a Keriot, le dirás al sinagogo que reúna al pueblo y ante la presencia de todos proclamarás que he venido a aquí, y que se acuerden de mis palabras de despedida. Te replicarán: "¿Por qué no ha venido con nosotros?" Les responderás así: "El Señor me ha dicho que os dijese que si hubierais hecho lo que El os había ordenado que hicierais para con una madre inocente, El se hubiera manifestado. Habéis faltado al amor y por esto El no se os muestra". ¿Lo harás?"

"¡Es difícil, Señor, es difícil de hacerlo! Todos nos tienen por leprosos del corazón... El sinagogo no me escuchará, y no me dejará hablar al pueblo. Tal vez me pegue... Sin embargo lo haré porque lo ordenas." El viejecillo no levanta la cabeza. Ha hablado conservando su actitud de profunda adoración.

"¡Mírame, Ananías!"

El hombre levanta su cara llena de veneración.

Jesús está tan bello como en el Tabor... La luz lo cubre ocultando su rostro y su sonrisa... En el corredor no está ya. Nada se ha movido.

Los dos siguen por un tiempo postrados en señal de profunda adoración.

XI. 740-744

 

III. EN YUTTA

 

El huertecillo de la casa de Sara. Los niños están jugando bajo los árboles. El más pequeño está rodando por entre la hierba cerca de una hilera de parras, los otros mayorcitos están jugando a las escondidillas.

Jesús se aparece junto al más pequeño, al que le puso el nombre. ¡Oh santa simplicidad de los inocentes! Yesai no se sorprende al verlo de repente. Le extiende sus bracitos para que lo levante. Jesús lo toma:  la mayor naturalidad entre ambos. Llegan corriendo los otros -y la misma simplicidad- sin admiración alguna se le acerca, felices. Parece que para ellos nada haya cambiado. Tal vez no lo saben. Después de que Jesús los acaricia María, la mayorcita, pregunta: "¿Entonces no sufres más, Señor, ahora que ha resucitado? ¡Tanto que sufrí!..."

"No sufro más. He venido a bendeciros antes de que suba al cielo, a mi Padre y vuestro Padre. Pero también desde allá siempre os bendeciré, si sois siempre buenos. Diréis a los que me aman que hoy os he encargado a vosotros mi bendición. Recordad este día."

"¿No entras en casa? Está mamá. A nosotros no nos creerán" dice María. Pero su hermano no pregunta; grita: "Mamá, mamá, el Señor está aquí..." y corriendo a la casa, repite el mismo grito.

Sara se asoma a tiempo para ver a Jesús, hermosísimo, en los límites del huertecillo, que desaparece de entre la luz que lo absorbe.

"¡El Señor! ¿Por qué no me llamasteis antes?"... pregunta Sara que apenas si puede hablar. "¿Pero cuándo? ¿De dónde vino? ¿Estaba solo? ¡Sois unos inservibles!"

"Los encontramos aquí. Momentos antes no estaba... No vino ni de la calles, ni del huerto. Traía en brazos a Yesai... Y nos dijo que había venido a bendecirnos, a darnos su bendición para los que lo aman en Yutta, y que recordáramos este día. Ahora va al cielo. Pero nos amará si somos buenos. ¡Qué bello es! Tenía las manos heridas. Pero no le duelen. También tiene heridos los pies. Los vi entre la hierba. Esa flor le tocó la herida de un pie. La voy a cortar..." hablan todos al mismo tiempo, llenos de emoción. Hasta sudan en sus ansias de referir lo que pasó.

Sara los acaricia murmurando: "¡Dios es grande! Vámonos. Venid. Vamos a contarlo a todos. Hablad vosotros, que sois inocentes. Vosotros podéis hablar de Dios."

XI. 744-745

 

IV. AL JOVENZUELO YAIA EN PELA

 

El joven está trabajando con todas sus fuerzas en su carretón. Lo está cargando de verduras que recogió en la hortaliza cercana. El asno golpea con su pezuña el suelo duro del camino.

Al voltearse para tomar una canasta de lechugas, ve a Jesús que le está sonriendo. Se le cae el cesto, y se arrodilla, frotándose los ojos para convencerse de lo que ve y murmura: "¡Altísimo, no permitas que sea una ilusión! ¡No permitas, Señor, que Satanás me engañe con fantasmas! ¡Mi Señor está bien que muerto! Fue sepultado y dicen que su cadáver fue transportado a otra parte. ¡Piedad, Señor Altísimo! Muéstrame la verdad."

"Yo soy la Verdad, Yaia. Yo soy la luz del mundo. Mírame. Por esto te devolví la vista, para que pudieses dar testimonio de mi poder y resurrección."

"¡Oh, en realidad que es el Señor! ¡Eres Tú! ¡Sí, Tú eres Jesús!" Se arrastra sobre sus rodillas para besarle los pies.

"Dirás que me has visto, que me has hablado y que estoy vivo. Dirás que me viste hoy. La paz sea contigo y mi bendición."

Yaia se queda solo. Dichoso. Olvida su carretón de verduras. Inútilmente el asno sacude su cola y golpea fuerte con sus cascos... Yaia está extático.

Una mujer que sale de la casa cercana a la hortaliza lo ve, pálido de la emoción, fuera de sí. Grita: "Yaia, ¿qué te pasa?" Corre. Lo sacude.

"¡El Señor! He visto al Señor resucitado. Le he besado los pies y visto sus llagas. Esos mintieron. Es realmente Dios y ha resucitado. Tenía miedo de que fuera un engaño. ¡Pero es El! ¡Es El!"

La mujer tiembla de la emoción y en voz baja susurra: "¿Estás seguro de ello?" "¡Mujer, tú eres buena! Por amor a El nos tomaste por siervos, a mí y a mi madre. ¡Cree!..."

"Si tú lo afirmas, creo. ¿Pero en realidad vive? ¿Está su cuerpo caliente? ¿Respiraba? ¿Hablaba? ¿De veras oíste su voz o te la imaginaste?"

"Estoy seguro. Su cuerpo estaba tibio, como el de un viviente. Era su verdadera voz. Respiraba. Hermoso como Dios, pero Hombre como yo, como uno de nosotros. Vamos, vamos a decirlo a los que sufren o dudan."

XI. 745-746

 

V. EN CASA DE JUAN EN NOBE

 

El anciano está solo en su casa. No se le ve intranquilo. Está componiendo una especie de silla que ha perdido su clavo de un lado, y sonríe con quién sabe qué cosa.

Se oye que alguien llama a la puerta. El anciano, sin dejar su trabajo, responde: "Adelante. ¿Qué queréis? ¿Sois de aquellos? Ya estoy viejo para cambiar. Aunque todo el mundo me gritase: "Ha muerto", os responderé: "Vive". Aun cuando por ello tuviese que morir. Así pues, adelante."

Se levanta en dirección a la puerta, para ver quién llamó y que no ha entrado. Cuando está ya cerca, se abre y entra Jesús.

"¡Oh Señor mío! ¡Vivo! ¡Creí! Y vienes a premiar mi fe. ¡Bendito seas! Jamás he dudado. En medio de mis dolores dije: "Si me envió el cordero para el banquete de alegría, señal es que en este día resucitará". Entonces comprendí todo. Cuando moriste y la tierra se estremeció comprendí lo que antes me era difícil. Me tomaron por loco acá en Nobé, porque cuando se puso el sol al día siguiente al sábado preparé el banquete, fui a invitar a los mendigos y les dije: "¡Ha resucitado nuestro Amigo!" Se decía que no es verdad. Se decía que te habían robado de noche. Pero no lo creí porque desde que has muerto, comprendí que morías para resucitar, y que esto era la señal de Jonás."

Jesús, sonriente, lo deja hablar. Luego pregunta: "¿Quieres todavía morir, o quieres ser testigo de mi gloria?"

"Lo que quieras, Señor."

"No. Lo que tú quieras."

El viejo piensa, luego dice: "Sería una cosa bella salir del mundo donde no estás como antes. Pero renuncio a la tranquilidad del Cielo para decir a los incrédulos: "¡Lo he visto!"."

Jesús le pone una mano sobre la cabeza, lo bendice y agrega: "Pero pronto llegará la paz, y vendrás a Mí con el grado de uno que ha dado testimonio del Mesías."

Y se va. Tal vez por compasión al anciano, no desaparece como en otras ocasiones, sino que lo hace como el Jesús de otros tiempos, que entraba y salía de la casa, como cualquier ser humano.

XI. 746-747

 

VI. DONDE MATÍAS, EL SOLITARIO, 

CERCA DE YABES GALAAD

 

El anciano está trabajando en sus verduras y monologa: "Todas las riquezas que tengo eran para El. No las probará. Inútilmente he trabajado. Creo que es el Hijo de Dios, que ha muerto y resucitado. Pero no es más el Maestro que se sentaba a la mesa del pobre o del rico y condividía con amor igual. Ahora es el Señor. Ha resucitado para confirmar en la fe a los que creen. Y esos dicen que no es verdad. Que ninguno ha resucitado por sí. Que nadie. No. Que ningún hombre. Pero El sí. Porque es Dios."

Bate las manos para apartar los palomos que bajan a llevarse su alimento. Dice: "¡Es inútil que sigáis teniendo crías! No podrá comer más. Y vosotras inútiles abejas, ¿para qué hacéis miel? Esperaba que por lo menos una vez estaría conmigo, ahora que soy menos miserable. Todo ha prosperado desde que vino... ¡Ah!, pero con esos denarios que no he tocado, iré a Nazaret, donde su Madre, y le diré: "Tómame por esclavo tuyo, pero déjame aquí, porque Tú eres todavía El..." Se seca una lágrima con el dorso de la mano...

"Matías, ¿tienes un pan para un peregrino?"

Matías levanta la cabeza, y dada su posición en que está de rodillas, no ve a quien le habla detrás de la alta valla que rodea su pequeña propiedad perdida en aquella verde soledad del otro lado del Jordán. Responde: "Quienquiera que seas, entra en nombre del Señor Jesús." Se pone de pies para abrir la portezuela.

Se encuentra ante Jesús, se queda con la mano sobre el pasador, sin moverse.

"¿No quieres tomarme por huésped tuyo, Matías? Una vez lo hiciste. Te dolía que no lo podrías hacer otra vez. Estoy aquí ¿no me abres?" Jesús sonríe.

"¡Oh, Señor!... yo... yo... no soy digno de que mi Señor entre aquí... yo..."

Jesús pasa su mano sobre el pasador, abre y dice: "El Señor entra donde quiere, Matías." Entra, avanza por la hortaliza, se dirige a la casa. En el umbral dice: "Sacrifica los hijos de tus palomos. Saca de la tierra tus verduras, y la miel de tus abejas. Juntos dividiremos el pan, y no habrá sido inútil tu trabajo, ni vano tu deseo. Amarás este lugar, sin que sea necesario que vayas donde pronto habrá silencio y abandono. Yo estoy en todas partes, Matías. Quien me ama está conmigo, siempre. Mis discípulos estarán en Jerusalén. Allí se levantará mi Iglesia. Procura estar allí para la pascua suplementaria."

"Perdóname, Señor, de que no pude resistir en aquel lugar y huí. Había llegado a la hora de nona del día anterior a la parasceve y el día después... Huí para no verte morir. Solo por esto, Señor."

"Lo sé. Y sé que eres uno de los primeros que regresaron para llorar sobre mi sepulcro. Pero ya no estaba en él. Sé todo. Mira, voy a sentarme a descansar. Siempre he descansado aquí... Y los ángeles lo saben."

El hombre se pone a hacer sus quehaceres, pero parece como si estuviera en un lugar sagrado. De vez en vez se seca una lágrima mezclada con su sonrisa, mientras va y viene para tomar los palomos, matarlos, prepararlos, atizar el fuego, tomar y lavar las verduras, poner en una fuente los primeros higos y preparar la mesa con lo mejor que tiene. Cuando todo está preparado, ¿cómo puede sentarse a comer? Quiere servir y eso ya es mucho. No pretende más. Pero Jesús, que ha ofrecido y bendecido, le ofrece mitad del pichón que ha cortado, poniendo la carne sobre un pedazo de hogaza que ha mojado en el jugo.

"¡Oh, como a un ser querido!" dice el anciano y come, llorando de alegría, de emoción, sin apartar los ojos de Jesús que come... que bebe, que saborea las verduras, la fruta, la miel, que le ofrece su copa después de haber dado unos sorbos de vino. Antes había bebido agua.

La comida ha terminado.

"Vivo. Lo ves. Y tú estás dichoso. Recuerda que hace doce días morí porque los hombres así lo quisieron. Pero de ningún valor es el querer de los hombres cuando el de Dios no lo acepta. Aun más, la voluntad contraria de los hombres es un instrumento servil del querer eterno. Adiós, Matías. Como dije antes, cuando era peregrino en la tierra sobre quien podía abrigarse alguna duda, que estará conmigo quien me hubiera dado de beber. yo te digo: tú tendrás parte en mi Reino celestial."

"¡Pero ahora te pierdo, Señor!"

"Veme en cada peregrino, cada mendigo, cada enfermo; en cada necesitado de pan, agua, vestido. Yo estoy en cada uno que sufre, y lo que se hace a él, se hace a Mí."

Abre los brazos. Bendice. Desaparece.

XI. 747-748

 

VII. CON ABRAHAM EN ENGADDI

 

La plaza de Engaddi: un templo con columnas de palmas que chocan entre sí. La fuente: espejo de un cielo abrileño. Las palomas: murmullos bajos de órgano. El viejo Abraham atraviesa la plaza con sus instrumentos de trabajo sobre el hombro. Parece más viejo, pero más tranquilo, como quien ha encontrado la serenidad después de la tempestad. Atraviesa lo que falta de la ciudad, se dirige a los viñedos que hay cerca de los manantiales, cargados de preciosos frutos. Entra, se pone a zapar, podar y ligar. De vez en vez se yergue, se apoya sobre el azadón, piensa. Se lisa su patriarcal barba, suspira, sacude su cabeza como hablando consigo.

Un hombre envuelto en su manto sube por la calle hacia los manantiales y los viñedos... He dicho un hombre, pero es Jesús, porque el vestido es el que conozco y su paso el mismo. Pero para Abraham es un hombre cualquiera. Pregunta a Abraham: "¿Puedo estar aquí?"

"La hospitalidad es sagrada. A nadie se la he negado. Ven. Entra. Que la sombra de mis parras te brinden frescura. ¿Quieres leche? ¿pan? Te daré de lo que tengo aquí."

"¿Y qué quieres que te de Yo? No poseo nada."

"El Mesías me dio todo y para todos los hombres. y por más que de, nada es con respecto a lo que El me ha dado."

"¿Sabías que lo crucificaron?"

"Sé que ha resucitado. ¿Eres uno de los que lo crucificaron? No puedo odiarte, porque a El no le gusta el odio. Pero si tú hubieras sido uno de ellos, te odiaría si pudiese."

"No fui uno de los que lo crucificaron. Tranquilízate. Sabes todo lo referente a El."

"Todo. Y Eliseo... que es mi hijo, también. Eliseo no ha regresado de Jerusalén. Dijo: "Permíteme, padre, que todo deje por predicar al Señor. Iré a Cafarnaum a buscar a Juan, y me uniré a los discípulos fieles"."

"¿Te ha dejado, pues, tu hijo? ¿Pese a que estás viejo y solo?"

"Lo que llamas abandono es mi sueño adorado.¿No me lo había arrebatado la lepra? ¿Y quién me lo devolvió? El Mesías. ¿Lo pierdo, acaso, porque lo predica? ¡Claro que no! Lo encontraré en la vida eterna. Pero tú hablas n cierta forma que te haces sospechoso. ¿Eres un emisario del Templo? ¿Has venido a perseguir al que cree en el Resucitado? ¡Mátame! No esquivo el golpe. No imito a los tres sabios de hace mucho tiempo. Me quedo en mi lugar. Si caigo por su causa, lo alcanzaré en el cielo y así se realiza mi súplica del año anterior."

"Tienes razón. Lo dijiste esa vez: ""He esperado con ansia sin igual al Señor y ha vuelto su rostro a mí". "

"¿Cómo lo sabes? ¿Eres uno de sus discípulos? ¿Estabas aquí cuando con El dirigí mi súplica? ¡Oh, si lo eres, ayúdame para que mi anhelo llegue hasta El, para que lo tenga en cuenta!" Se postra creyendo que habla a un apóstol.

"Soy Yo, Abraham de Engaddi y te digo: "Ven"." Le abre los brazos al descubrir quién es, y lo invita a que se arroje a ellos, que se estreche a su corazón.

En esos momentos entra en el viñedo un rapazuelo, a quien le sigue otro mayor gritando: "¡Padre, padre, hemos venido a ayudarte!"

Pero el grito agudo del rapazuelo, desaparece ante el robusto del anciano, que es un grito de liberación: "¡Sí, voy!", y se arroja en los brazos de Jesús gritando: "¡Jesús, Mesías santo! ¡En tus manos entrego mi espíritu!"

¡Muerte dichosa! ¡Muerte que envidio! Sobre el pecho de Jesús, en medio de una serena campiña en que las flores abrileñas sonríen al cielo...

Jesús suavemente reclina al anciano sobre la hierba que se mueve a impulsos de la brisa, a los pies de una hilera, y dice a los jovenzuelos estupefactos y espantados, que están a punto de echarse a llorar: "¡No lloréis!" Los acaricia llevándolos a la entrada, luego regresa donde yace el anciano, le compone la barba y los cabellos, le cierra los párpados semicerrados, le compone los brazos y lo extiende sobre el manto que el anciano se había quitado al empezar su trabajo.

Se queda hasta que oye voces en el camino. Se levanta radiante... Los que acuden lo ven. Gritan. Corren con más fuerza para alcanzarlo. Pero El, envuelto en un rayo de sol, desaparece de su vista.

XI. 749-750

 

VIII. ELÍAS, EL ESENIO DE CARIT

 

Veo la dura soledad de la abrupta montaña, donde en su fondo se encuentra Carit. Está Elías, más flaco y descanado, más barbado y agreste en su vestido rudo de lana que no es gris, que no es café, sino que se parece al color de los peñascos que lo rodean.

Oye el ruido de viento, de trueno. Levanta la cabeza. Jesús ha puesto su pie sobre un peñasco que se suspende sobre el precipicio, en cuyo fondo corre el río.

"¡El Maestro!" y se arroja al suelo.

"Soy Yo, Elías. ¿No sentiste el terremoto de parasceve?"

"Lo sentí y bajé a Jericó y a la casa de Nique. No encontré a nadie de los que te amaban. Pregunté por Ti. Me pegaron. Después sentí que nuevamente la tierra se estremecía, pero no tan fuerte, y volví a aquí, para seguir mi penitencia, pensando que las puertas de la ira de Dios habían sido abiertas."

"De la misericordia divina. Morí y he resucitado. Mira mis llagas. Reúnete con los siervos del señor en el tabor y diles que Yo te lo mandé."

Lo bendice y desaparece.

XI. 750-751

 

IX. EN CESAREA DE FILIPO

 

El niño de Dorca, a quien su madre va sosteniendo, da los primero pasos por el bastión de la fortaleza. Y Dorca, como va inclinada, no ve al Señor que se aparece. Pero cuando por un momento deja libre al niño y ve que se dirige sin tropezar, ligero al ángulo del bastión, se endereza para impedir que vaya a chocar, o que se haga mucho mal al pasar entre los almenajes o pasillos hechos a propósito para los soldados. Al hacerlo ve a Jesús que estrecha contra su pecho al niño y que lo besa. La mujer no se atreve a hacer nada. Pero grita con todas sus fuerzas. Y su grito hace que los de la corte levanten su cabeza, y que se asomen por las ventanas: "¡El Señor! ¡El Señor! ¡El Mesías está aquí! Ha resucitado en verdad." Pero antes de que la gente acuda, Jesús ha desaparecido.

"¡Estás loca! ¡Deliras! Un rayo de luz te hizo ver un fantasma."

"¡Que no! ¡Está bien vivo! Ved cómo mi hijo ve hacia allá y que tiene en sus manos una hermosa manzana como su carita. Se la está comiendo y sonríe. Yo no tengo manzanas..."

"Nadie tiene manzanas maduras por estos días, y tan frescas..." dicen quedándose corridos.

"Preguntemos a Tobías" proponen algunas mujeres.

"¿Qué queréis hacer? Apenas si sabe decir. mamá" dicen con sorna los hombres.

Pero las mujeres se agachan y preguntan al niño: "¿Quién te dio la manzana?"

El niñito, abre su boquita en que apenas unos cuantos dientecitos se ven. La abre y dice dulcemente: "Jesús."

"¡Oh!"

"Le habéis puesto de nombre Yesai. Sabe decir su nombre."

"¿Te refieres a ti o a Jesús el Señor? ¿Dónde lo has visto?" insisten las mujeres.

"Allí, allí estuvo el Señor. Jesús, el Señor."

"¿Dónde está? ¿A dónde se fue?"

"Allá." Señala el firmamento bañado en el sol, y se ve que con su sonrisa refleja la felicidad, mientras muerde la manzana.

Mientras los hombres se van moviendo la cabeza, Dorca dice a las mujeres: "Era bello. Su vestido parecía hecho de luz. Tenía en las manos la señal de los clavos. Señal roja como una piedra preciosa. Lo vi bien porque tenía a mi hijito así" e imita a Jesús.

Acude el intendente, pide que se le repita lo sucedido, concluye: "El salmo lo dice: "En la boca de los niños, de los que apenas están mamando has colocado una alabanza perfecta". ¿Y por qué no la verdad? Ellos son inocentes. y nosotros... Recordemos este día... ¡Pero no! Me voy a la población de los discípulos. Voy a ver si está allá el Rabí... Estuvo muerto... ¡Pero!..."

Y con este "pero" el intendente se va, mientras las mujeres, entusiasmadas, continúan haciendo preguntas al pequeñín que repite siempre: "Jesús, allá. Y más allá. Jesús, el Señor" y señala el lugar donde estuvo Jesús, después el sol en el que lo volvió desaparecer. Y sonríe dichoso, feliz.

XI. 751-752

 

X. EN CADES

 

La gente de Cades está reunida en la sinagoga y discute con el viejo Matías, el sinagogo, acerca de los últimos sucesos. La sinagoga está más bien semioscura porque las puertas están cerradas y las pesadas cortinas puestas sobre las ventanas, que apenas si el aire de abril mueve.

Un fulgor ilumina la sala. Parece un relámpago, pero es la luz que precede a Jesús, que se manifiesta ante la estupefacción de muchos. Abre sus brazos y claramente se ven las llagas de las manos, de los pies, pues se muestra en el último escalón que da a una puerta cerrada. Dice: "He resucitado. Acordaos de mi discusión con los escribas. He dado a la generación malvada la promesa que le prometí, la de Jonás. A quien me ame y me sea fiel, le doy mi bendición." No añade más. Ha desaparecido.

"¡Si era El! ¿De dónde? ¡Y estaba vivo! ¡Lo había dicho! Mira, ahora comprendo :a señal de Jonás: tres días en las entrañas de la tierra, y luego la resurrección..."

 Comentarios que van y vienen.

XI. 752

 

XI. EN GISCALA

 

Un grupo rabioso de rabinos trata de persuadir a algunas personas que titubean. Quieren persuadirles a que vayan donde Gamaliel que se ha encerrado en su casa y que no quiere ver a nadie.

Dicen estos hombres: "Os decimos que no está aquí. No sabemos en dónde esté. Vino. Consultó unos rollos. Regresó. No dijo ni una palabra. Infundía miedo por lo viejo y preocupado que se le ve."

Con grosería los rabinos les vuelven las espaldas y se alejan diciendo: "¡También Gamaliel está loco como Simón! No es verdad que el Galileo haya resucitado. No es verdad, no es verdad. No es verdad que sea Dios, no es verdad. Nada es verdadero, fuera de lo que decimos nosotros." La misma ansia con que vociferan que nada es verdadero muestra su miedo de que lo sea.

Han flanqueado el muro de la casa y se dirigen a la tumba de Hilel. Siempre, cual perros, lanzando al aire sus negaciones levantan la cara... y huyen con un grito... Jesús, que es siempre bueno con los buenos, está allí, terrible en su poder, con los brazos abiertos como sobre una cruz... Las llagas de las manos fulguran como si la sangre estuviese manando. No dice una palabra, pero su mirada aterroriza.

Los rabinos huyen, caen, se levantan, se pegan contra las piedras. han enloquecido de miedo, de terror. Como los homicidas a quienes se les sujeta a que vuelvan al lugar donde está su víctima.

XI. 752-753

 

XII. DONDE JOAQUÍN Y MARÍA EN BOZRA

 

"¡María, María! Joaquín y María, venid."

Los dos que están en silenciosa habitación que un candil ilumina, ella ocupada en coser, él en hacer sus cuentas, levantan la cabeza, se miran... Joaquín pálido de miedo, dice en voz baja: "La voz del Rabí. Viene de la otra vida..." La mujer se aprieta de miedo contra el hombre. La llamada se repite, y ambos, estrechados para darse valor, salen hacia donde la voz los ha llamado.

En el jardín que una nueva luna ilumina, resplandece mucho más brillante Jesús. La luz lo rodea y lo hace aparecer en lo que es: Dios. La dulcísima sonrisa, la mirada amable dicen que es Hombre: "Id a decir a los de Bozra que me habéis visto vivo. Dilo Joaquín, en el Tabor a los que allí se reunieren." Los bendice y desaparece.

"¡Si era El! ¡No ha sido un sueño! Yo... Mañana voy a Galilea. Dijo Tabor, ¿no es verdad?"

XI. 753

 

XIII. EN EFRAÍN, EN CASA DE MARÍA DE JACOB

 

La mujer está amasando harina para hacer pan. Se vuelve al oírse llamar, y ve a Jesús. Con la cara y manos en tierra, se queda muda de espanto.

Jesús habla: "Dirás a todos que me has visto, que te he hablado. El Señor no está sujeto al sepulcro. He resucitado al tercer día como lo predije. Continuad vosotros que estáis en mi camino y no os dejéis engañar con las palabras de los que me crucificaron. Mi paz sea contigo."

XI. 753

 

XIV. DONDE SÍNTICA EN ANTIOQUIA

 

Síntica está preparando un saco de viaje. Es ya noche. Una pequeña lámpara arde. La  llama temblorosa se mueve. La lámpara está cerca de una mesa cercana a Síntica ocupada en arreglar sus vestidos.

La habitación se ilumina. Síntica levanta la cabeza sorprendida para ver qué cosa ha sucedido, de dónde viene esa luz tan clara y tan intensa. Pero antes de que comprenda, Jesús la previene: "Soy Yo. No tengas miedo. Me he aparecido a muchos para confirmarlos en la fe. también a ti me aparezco, discípula que has sido obediente y fiel. He resucitado. ¿Lo ves? No sufro más. ¿Por qué lloras?"

Síntica, ante la belleza del Resucitado, no encuentra palabras... Jesús le sonríe para darle valor y añade: "Soy el mismo Jesús que te acogió cerca del camino de Cesarea. Esa vez pudiste hablar, y eso que te era un desconocido, y ¿ahora no encuentras palabra alguna que decirme?"

"¡Oh, Señor, estaba yo para partir... para arrebatar del corazón tanta intranquilidad y dolor."

"¿Por qué dolor? ¿No te habían dicho que había resucitado?"

"Dijeron unos y contradijeron otros. Sus contradicciones no me perturbaron. Yo sabía que tu cuerpo no probaría la corrupción. He llorado por tu martirio. Antes de que me lo hubieran dicho creí en tu resurrección, y he seguido firme, pese a que otros han venido a decir que no es verdad. Quería ir a Galilea. Dentro de mí pensaba: no puedo hacerle ningún mal. Ahora es más Dios que hombre. No sé expresarme..."

"Comprendo lo que quieres decir."

"Decía dentro de mí: lo adoraré y veré a María. He pensado que no permanecería mucho tiempo entre nosotros y apresuraba mi partida. Decía también: cuando haya vuelto a su Padre, como decía, su Madre estará un poco triste en medio de su alegría. Es madre, pero también es corazón... Trataré de consolarla, ahora que está solo... ¡Era yo una soberbia!"

"No. Eres una mujer compasiva. Comunicaré a mi Madre tu intención. Pero no vayas allá. Quédate donde estás. Continua trabajando por Mí, ahora más que antes. Tus hermanos, los discípulos, tienen necesidad del trabajo de todos para propagar mi doctrina. Me has visto. Mi Madre ha sido confiada a Juan. No sufras más. Puedes robustecer tu corazón con la seguridad de haberme visto y con la fuerza de mi bendición."

Síntica tiene muchos deseos de besarlo. Pero no se atreve. Jesús le dice: "Ven." Se llega a Jesús de rodillas va a besarle los pies, cuando ve las llagas pero no osa. Toma la orla de su vestido y la besa llorando. Murmura: "¡Qué cosa te hicieron!" Luego una pregunta: "¿Y Juan-Félix?"

"Es feliz. No recuerda otra cosa más que el amor y en él vive. La paz sea contigo, Síntica" y desaparece.

La mujer se queda en su actitud de adoración, de rodillas, con la cara hacia lo alto, las manos un poco extendidas. Lágrimas corren por su cara y una sonrisa en su boca.

XI. 753-754

 

XV. CON EL LEVITA ZACARÍAS

 

Zacarías el levita está en una pequeña habitación, sentado, pensativo, con la cabeza reclinada sobre una mano

"No dudes. No aceptes lo que te perturba. Yo soy la Verdad y la Vida. Mírame. Tócame."

El joven que ha levantado su cara al oír las primeras palabras y ha visto a Jesús, cae de rodillas exclamando: "Perdóname, Señor, he pecado. He dudado de tu verdad.".

"Son más culpables que tú los que tratan de seducir tu corazón. No cedas a la tentación. Tengo cuerpo vivo y real. Siente el peso, el calor, la robustez y la fuerza de mi mano." Lo toma por el antebrazo y lo levanta con fuerza diciendo: "Levántate y camina en las vías del Señor. Sal de la duda y del miedo. Serás bienaventurado si perseveraras hasta el fin."

Lo bendice y desaparece.

El joven, después de algunos instantes de atolondramiento maravilloso, se precipita fuera de la habitación, gritando: "¡Madre, padre, he visto al Maestro! No es verdad lo que dicen los otros. No era yo un loco. No sigáis creyendo en la mentira. Bendecid conmigo al Altísimo que ha tenido compasión de su ciervo. Me voy. Voy a Galilea. Encontraré a alguno de los discípulos. Voy a decirles que crean. Que El ha resucitado en verdad."

No toma consigo alforja, ni alimentos, ni vestidos. Se echa su manto y corre sin dar tiempo a sus padres de salir de su admiración y de que traten de impedirle el paso.

XI. 754-755

 

XVI. A UNA MUJER DE LA LLANURA DE SARÓN

 

Un camino cerca del mar. Tal vez la que une Cesarea con Joppe, o con otra ciudad. No lo sé. Lo que sí sé es que veo campos por una parte y mar por la otra, con su línea azulada que se distingue de la amarillenta del litoral. El camino debe ser una arteria romana. El cuidado lo demuestra.

Una mujer llorando va por ese camino, a las primeras horas matinales. Hace poco que el alba salió. La mujer debe estar cansadísima porque de vez en vez se detiene, se sienta sobre una piedra millar o al borde del camino. Luego se levanta y continúa, como si algo la empujase a seguir, pese a su cansancio.

Jesús, un viajero envuelto en su manto, se le pone al lado. La mujer no lo mira. Sigue sumergida en su dolor. Jesús le pregunta: "¿Por qué lloras, mujer? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas tan sola?"

"Vengo de Jerusalén y voy a mi casa."

"¿Está lejos?"

"Entre Joppe y Cesarea."

"¿A pie?"

"En el valle que está antes de Modín los ladrones me quitaron el asno y lo que traía sobre él."

"Has sido imprudente en caminar sola. No hay que ir solos a la pascua."

"No fui por la Pascua. Me había quedado en casa porque tengo un niño enfermo y espero que no haya muerto. Mi marido se había ido con otros. Lo dejé ir, y cuatro días después me fui yo. Porque me dije: "Ciertamente está El en Jerusalén para la pascua. Lo buscaré". Tenía un poco de miedo, pero me dije: "NO hago nada malo. Dios lo ve. Yo creo. Sé que es bueno. No me rechazará porque..." " Se detiene como atemorizada, echa una mirada furtiva sobre el viajero que va a su lado, cubierto completamente que apenas se le ven los ojos. Los inconfundibles ojos de Jesús.

"¿Por qué no hablas? ¿Tienes miedo de Mí? ¿Crees que sea enemigo del que buscabas? Buscabas, no hay duda, al Maestro de Nazaret para pedirle que viniese a tu casa a curar a tu hijo, mientras tu marido estaba ausente..."

"Veo que eres profeta. Así es. Pero cuando llegué a la ciudad, el Maestro había muerto." El llanto la ahoga.

"Ha resucitado. ¿No lo crees?"

"Lo sé. Lo creo. Yo aguardé por algunos días esperando verlo... Se cuenta que se ha aparecido a algunos. Había tardado en partir... cada día una angustia porque... está tan enfermo mi niño... Mi corazón está dividido... Venir a consolarlo en su muerte... Quedarme para buscar al Maestro... No le iba a pedir que viniera a mi casa, sólo que me prometiera que mi hijo sanaría."

"¿Habrías creído? ¿Piensas que desde lejos?..."

"Hubiera creído. Si me hubiera dicho: "Vete en paz. Tu hijo sanará", no habría dudado, pero no lo merezco porque..." Llora, tapándose la boca con el velo como para no decir algo.

"Porque tu marido fue uno de los acusadores y verdugos de Jesús. Pero Jesús es el Mesías. Es Dios. Y Dios, mujer, es justo. No castiga al inocente por el culpable. No atormenta a una madre porque el padre sea pecador. Jesús es la misericordia hecha realidad..."

"Oh, ¿eres uno de sus apóstoles? Tal vez sabes dónde se encuentre. Tú... Tal vez sabes dónde se encuentre. Tú... Tal vez te ha enviado a decirme esto. Supo, vio mi dolor, mi fe y te manda como el Altísimo envió al arcángel Rafael a Tobías. Dímelo si es así, y aunque estoy rendida de cansancio, regresaré a buscar al Señor."

"No soy un apóstol. En Jerusalén se han quedado todavía los apóstoles por varios días después de su resurrección."

"Tienes razón. Lo hubiera pedido a uno de ellos."

"Lo hubieras hecho. Ellos continúan al Maestro."

"No pensé que pudieran hacer milagros."

"Ya los han hecho..."

"Pero ahora... Me contaron que solo uno le fue fiel y no creía yo..."

"Tu marido te lo dijo así, burlándose de ti , briago de su falso triunfo. Ten en cuenta que el hombre puede pecar, pues sólo Dios es perfecto. Y puede arrepentirse. Si se arrepiente, su fuerza crece y Dios le aumenta sus gracias por su contrición. ¿No perdonó acaso El Señor Altísimo a David?"

"¿Pero quién eres? ¿Quién eres que hablas tan dulce y sabiamente, si no eres un apóstol? ¿Eres un ángel? ¿El ángel de mi niño? Tal vez ya murió y has venido a prepararme..."

Jesús se descubre. Del aspecto de humilde peregrino, pasa la majestuoso de Dios-Hombre, del resucitado y dice con voz solemne: "Soy Yo. El Mesías a quien crucificaron, pero que de ello nada ganaron. Soy la Resurrección y la Vida. Vete, mujer, tu hijo vive en premio de tu fe. Tu hijo está curado, porque si el Rabí de Nazaret ha terminado su misión, el Emmanuel continúa la suya hasta el fin de los siglos para todos los que tienen fe, esperanza y caridad en el Dios Uno y Trino del que el Verbo encarnado es una de las Personas, que por amor dejó el cielo para venir a enseñar, padecer y morir para dar a los hombre la vida. Ve en paz, mujer. Se fuerte en la fe porque ha llegado el tiempo en que en una familia el esposo esté contra la esposa, el padre contra los hijos, éste contra aquel, porque se me odia o porque se me ama. Bienaventurados a quienes la persecución no arranque de mi Camino."

La bendice y desaparece.

XI. 755-757

 

XVII. A LOS PASTORES EN EL GRAN HERMÓN

 

Rebaños y pastores. Están en las faldas, ricas en espléndidos pastos. Hablan de lo sucedido en Jerusalén. Están afligidos. Se dicen: "No tendremos más sobre la tierra al amigo de los pastores" y recuerdan los encuentros que tuvieron con El acá o allá. "Encuentros..." dice uno de edad, "que no volverán."

Se ve a Jesús delante de un bosquecillo tupido, que impide ver el camino. No lo reconocen en el hombre solitario y al verlo en su blanca vestidura se preguntan: "¿Quién será? ¿Un esenio? ¿Quién? ¿Un rico fariseo?" Están perplejos.

Jesús pregunta: "¿Por qué estáis diciendo que no encontraréis más al Señor? Porque de quien estáis hablando es del Señor."

"Lo sabemos. ¿Pero no sabes lo que le hicieron? Ahora unos dicen que ha resucitado, otros que no. Pero aun cuando hubiera resucitado como preferimos creer, ahora ya se habrá ido. ¿Cómo puede amar otra vez y quedarse en medio de un pueblo que lo crucificó? Nosotros que lo amábamos, aun cuando si no todos lo habíamos conocido, estamos tristes por haberlo perdido."

"Hay un modo para que lo tengáis otra vez. Os lo dijo."

"Si hacemos lo que enseñó. Entonces se posee el Reino de los cielos y está uno con El. Pero primero se debe vivir y luego morir. Y El no está más entre nosotros para consolarnos." Mueven la cabeza.

"Hijos míos, los que viven lo que enseñó, que tienen en su corazón su enseñanza, es como si tuvieran a Jesús dentro de sí. Porque palabra y doctrina son una misma cosa. El no fue un Maestro que hubiera enseñado cosas que no eran cual El era. Por esto, quien hace lo que dijo, lo tiene en sí y no está separado de El."

"Dices bien. Pero somos uno pobres hombres y... queremos verlo también con nuestros propios ojos para alegrarnos... Jamás lo he visto, tampoco mi hijo, ni Jacob, ni Melquías, ni Santiago, ni Saúl que están aquí. ¿Ves cuántos de entre nosotros no lo han visto? Siempre lo buscábamos, pero cuando llegábamos, había ya partido."

"¿No estuvisteis en Jerusalén aquel día?"

"Si estuvimos, mas cuando supimos lo que querían hacer, huimos como locos a los montes, volviendo a la ciudad después del sábado. No somos culpables de su sangre porque no estuvimos en la ciudad, pero si hicimos mal en haber sido unos cobardes. Por lo menos lo hubiéramos visto y saludado. No cabe duda que nos hubiera bendecido al saludarlo... Pero de veras que no tuvimos valor de mirarlo atormentado..."

"El os bendice ahora. Mirad a quien queríais conocer."

Sobre el verde prado se manifiesta en su belleza divina. Ante el estupor que los echa por tierra, pero que también hace que sus ojos sigan clavados en el rostro divino de Jesús, que desaparece en medio de un fulgor de luz.

XI. 757-758

 

XVIII. EN SIDÓN, EN CASA DEL NIÑO QUE NACIÓ CIEGO

 

El niño está jugando bajo un tupido emparrado. Oye que lo llaman y se encuentra frente a Jesús. Un poco temeroso le pregunta: "¿Eres Tú el Rabí que me devolvió la vista?" y clava sus ojos infantiles de color azul en los de igual color de los de Jesús.

"Soy Yo, niño. ¿No tienes miedo de Mí?" Lo acaricia en la cabeza.

"Miedo no. Pero yo y mamá hemos llorado mucho cuando mi padre regresó antes de tiempo y nos dijo que había huido porque habían apresado al Rabí para matarlo. No celebró la pascua, y tiene que partir de nuevo para hacerla. ¿Entonces, no moriste?"

"Sí morí. Mira las heridas. Morí en una cruz. Pero he resucitado. Dirás a tu padre que se detenga por algún tiempo en Jerusalén después de la segunda pascua y que permanezca cerca del monte de los Olivos, en Betfagé. Allí encontrará quien le diga lo que tenga que hacer."

"Mi padre piensa buscarte. En los tabernáculos no te pudo hablar. Quería decirte que te amaba por los ojos que me diste. Pero no pudo hacerlo entonces, ni ahora..."

"Lo hará al creer en Mí. Adiós, niño. La paz sea contigo y con tu familia."

XI. 758

 

XIX. CON LOS CAMPESINOS DE YOCANA

 

Los campos de Yocana sienten el beso de la luna. Un silencio absoluto los cobija. Las pobres chozas de los campesinos las tiene sumergidas en una noche bochornosa que los obliga a tener abierta por lo menos una puerta para no morir de calor por lo amontonados que están.

Jesús entra en un gran cuarto. Parece como que la misma luna alargase sus rayos para hacerle un tapete real sobre el suelo donde pisa. Se inclina sobre uno de los que duermen fatigados del trabajo. Lo llama. Pasa a otro, y a otro. Llama a todos sus fieles y pobres amigos. Pasa ligero y rápido como un ángel que volara. Entra en otros cuartuchos... Luego va a esperarlos afuera, cerca de un montón de árboles. Los campesinos semidormidos salen. Dos, tres, uno, cinco juntos, algunas mujeres. Están sorprendidos de haber sido llamados al oír una misma palabra: "Venid al huertecillo."

Allá van, mientras terminan de arreglarse sus pobres vestidos, o sus cabelleras. Hablan en voz baja.

"A mí me pareció la voz de Jesús de Nazaret."

"Tal vez su espíritu. Lo mataron. ¿Lo supisteis?"

"No puedo creerlo. Era Dios."

"Yoel lo vio cuando iba cargando su cruz..."

"A mí me dijeron ayer, mientras esperaba a que el administrador arreglase sus mercancías, que pasaron de Yezrael algunos discípulos y que dijeron que había resucitado."

"¡Calla! Sabes lo que ha ordenado el patrón. Que será flagelado el que lo predique."

"Y hasta muerto. Pero, ¿no es mejor esto, que sufrir así?"

"Ahora no está más."

"Se han hecho peores desde que lograron matarlo."

"Son peores porque ha resucitado."

Siguen hablando en voz baja mientras van al lugar que se les indicó.

"¡El Señor!" grita una mujer, y es la primera que se postra de rodillas.

"¡Su fantasma!" gritan otros. Algunos sienten miedo.

"Soy Yo. No temáis. No gritéis. Acercaos. Soy Yo en persona. He venido a reafirmar vuestra fe que se siente vacilar. ¿Veis? Mi cuerpo arroja sombra porque es un cuerpo verdadero. no estáis soñando, no. Es mi verdadera voz. Soy el mismo Jesús que condividió con vosotros el pan y que os amaba. También ahora os amo. Os mandaré mis discípulos. Seré Yo, porque os darán lo que os daba y lo que les he dado para poder comunicarme a los que creen en Mí. Soportad vuestra cruz como Yo soporté la mía. Sed pacientes. Perdonad. Os dirán cómo morí. Imitadme. El camino del dolor es el sendero del cielo. Seguidlo serenamente y alcanzaréis mi Reino. No hay otro camino más que el de la resignación a la voluntad de Dios, que la generosidad, que la caridad para con todos. Existiera otro, os lo habría dicho. Recorrí este camino por ser el único recto. Sed fieles a la ley del Sinaí que es inmutable en sus diez mandamientos y a mi doctrina. Vendrán los que os instruirán para que no os encontréis solos ante las amenazas de los malvados. Os bendigo. Recordad que siempre os he amado y que he venido a vosotros antes y después de mi glorificación. En verdad os digo que muchos habrían deseado verme ahora, y no me verán. Muchos de los grandes. Me muestro solo a los que amo y me aman."

Un campesino se atreve a preguntar: "Entonces... ¿existe en realidad el Reino de los cielos? ¿Eres verdaderamente el Mesías? Ellos nos tienen sugestionados..."

"No hagáis caso a sus palabras. Recordad las mías y acoged a mis discípulos que conocéis. Son palabras de verdad. Y quien las acoge y practica aun cuando sea siervo o esclavo, será ciudadano y coheredero de mi Reino." Los bendice abriendo sus brazos y desaparece.

"¡Oh, ya no tengo más miedo!"

"Tampoco yo. ¿Oíste? ¡También para nosotros hay un lugar!"

"Hay que ser buenos."

"Perdonar."

"Tener paciencia."

"Saber perseverar."

"Buscar a los discípulos."

"Ha venido donde nosotros los pobres siervos."

"Lo diremos a sus apóstoles."

"¡Si lo supiese Yocana!"

"¡Y Doras!"

"Nos matarían para que no hablásemos."

"No diremos nada. Solo lo diremos a los siervos del Señor."

"Miqueas, ¿no debes ir acaso con aquel encargo a Séforis? ¿Por qué no vas a Nazaret a comunicarlo?"

"¿A quién?"

"A su Madre. A los apóstoles. Tal vez estén con Ella..."

Se alejan contándose en voz baja sus planes.

XI. 758-760

 

XX. EN LAS TIERRAS DE DANIEL, 

PARIENTE DE ELQUÍAS. EN BETERÓN (?)

 

Elquías está discutiendo con otros de su igual calaña qué hacer con el sanedrista Simón, que enloqueció el viernes santo, que habla y dice demasiadas cosas. unos proponen esto, otros aquello. Alguien sugiere que se le lleve a algún lugar desierto donde sus gritos no los oiga más que un siervo muy fiel y que piensa como ellos. Otro, más compasivo, tiene esperanza de que tratándose de un mal pasajero, bastaría con dejarlo donde está. 

Elquías dice: "Lo traje aquí porque no sabía dónde llevarlo. Vosotros sabéis que dudo de mi pariente Daniel..."

Otros, más malvados que Elquías, dicen: "quiere huir, irse por el mar. ¿Porqué no darle contento?"

"Porque es incapaz de actos juiciosos. A solas en el mar moriría, y ninguno de nosotros es capaz de conducir una barca."

"¡Y luego, aunque se pudiera! ¿Qué sucedería en el lugar del desembarco, con lo que dice? Dejad que escoja su camino... A la presencia de todos, aun de su pariente, haz que exprese su voluntad, y como quiere realizarla."

Se admite esta proposición, y Elquías, llama a un siervo, le ordena que traigan a Simón y llamen a Daniel. Viene uno y el otro. Y si Daniel da la impresión de quien no se siente a sus anchas con cierta clase de gente, Simón tiene al aire de un verdadero mentecato.

"Óyenos, Simón. Tú dices que te tenemos en prisión porque queremos matarte..."

"Tenéis que hacerlo. Tal es la orden."

"Deliras, Simón. Calla y escucha. ¿Dónde crees que te podrías curar?"

"En el mar. En el mar. En medio del mar. Donde no se oye ninguna voz. Donde no hay ningún sepulcro. Porque los sepulcros se abren y de ellos salen los muertos y mi madre maldice."

"Calla. Escucha. Te amamos. Como carne propia nuestra. ¿Quieres de veras ir a allá?"

"Sí que quiero. Porque aquí los sepulcros se abren y mi madre..."

"Irás, pues. Te llevaremos al mar. Te daremos una barca y tú..."

"¡Cometéis un homicidio! ¡Está loco! no puede ir solo" grita el justo Daniel.

"Dios no hace fuerza a la voluntad del hombre. ¿Podríamos hacer lo que Dios no quiere?"

"Pero si está loco. No tiene voluntad. Entiende menos que un recién nacido. No podéis hacer eso..."

"Tú cállate. Eres un campesino y no más. Nosotros sabemos... Mañana partiremos por mar. Alégrate, Simón. Por el mar ¿comprendes?"

"¡Ah, no escucharé las voces de la tierra! No más las voces... ¡Ah!" un grito prolongado, convulsiones, ojos que se cierran, orejas que se tapan. otro grito, el de Daniel que escapa aterrorizado.

"¿Pero quién es? ¿Qué sucede? Detened a ese loco y a aquel necio. ¿Estamos acaso perdiendo todos el seso?" aúlla Elquías.

Pero al que Elquías llama necio, esto es, a su pariente Daniel, después de haber corrido algunos metros se postra sobre el suelo, mientras el otro echa espuma, donde está, presa de convulsiones que aterra, y grita, grita: "¡Hazlo callar! ¡No está muerto! ¡Grita, grita, grita, más que mi madre, más que mi padre, más que en el Gólgota! ¿Allí, allí! ¿No veis allí?" Señala donde está Daniel feliz, sonriente, con la cara levantada en alto, después de haberla tenido pegada contra el suelo.

Elquías se acerca a él, lo sacude con fuerza, furioso, sin preocuparse de Simón que se revuelca por tierra en medio de espuma, que lanza gritos cual si fuera animal, mientras que los otros aterrados lo miran.

Elquías apostrofa a Daniel: "Visionario holgazán, ¿quieres decirme qué estás haciendo?"

"Déjame. Ahora te conozco. Me voy lejos de ti. He visto a quien para mí es bondad y para vosotros terror. He visto a aquel de quien afirmáis que está muerto. Me voy. Más que el dinero y cualquier otra riqueza me importa mi alma. ¡Adiós, maldito! Y si puedes, trata de alcanzar el perdón de Dios."

"¿A dónde vas? No te lo permito."

"¿Tienes derecho de meterme en la cárcel? Quién te lo ha dado? Te dejo lo que amas y sigo a quien amo. Adiós." Le vuelve las espaldas y se va, ligero como si lo arrastrara una fuerza sobrehumana, allá hacia la pendiente verde de olivos y árboles frutales.

Elquías y los demás están lívidos. La ira los ahoga. Elquías amenaza acabar con su pariente, con todos los que que "con sus delirios" dice, afirman que el Galileo vive. Quiere decirlo, quiere hacerlo...

No sé quién sea, pero uno de ellos promete: "Lo haremos, lo haremos, pero no podremos tapar todas las bocas, todos los ojos que hablan porque ven. Estamos vencidos. Tenemos que cargar nuestro crimen, y ha llegado la expiación..." Se golpea el pecho angustiosamente, como quien subiera al patíbulo. "La venganza de Yeové " añade. Es todo el terror milenario de Israel que brota de sus labios.

Entre tanto, con heridas, con espuma, infundiendo miedo, Simón da alaridos de condenado: "¡Me ha llamado parricida! ¡Haced que se calle! ¡Cállate! ¡Parricida! ¡La misma palabra de mi madre! ¿Dicen los muertos las mismas palabras?..."

XI. 760-762

 

XXI. DONDE UNA MUJER GALILEA

 

Detrás de la giba de un monte, la forma de hoz que la luna nueva tiene está por sumergirse en la lejanía. Su luz es escasa, y en breve la campiña no la verá.

Y con todo hay un viandante por el camino solitario, que es más bien una vereda. Camina llevando una especie de anillo con un farol, de esos que, antiguos como el mundo, como creo, usan casi siempre los carreteros para alumbrare en la oscuridad. El farol, que no es de vidrio -creo que debe ser de una cosa desconocida, porque nunca me ha sucedido verlo ni en vasos, copas, ventanas, etc.- lo protege algo que parece mica o pergamino. La luz que despide apenas si es suficiente para iluminar un breve espacio de terreno. Al meterse la luna, parece que disminuye también la luz del farol, y pone en la negrura de los campos un punto claro que se mueve.

El viajero camina, camina...

Allá en el horizonte como que el alba se prepara, y s tan tenue, tan incierta que no ilumina nada, y el pobre fanal sigue ayudando.

Cerca de un puentecillo, esperando o descansando, hay un viajero envuelto en su manto. Quien lleva el fanal se detiene dudoso. No sabe si continuar o regresar, donde el cauce de un arroyuelo tiene piedras grandes que pueden servir para pasar.

El que está sentado en la ribera sobre un tronco cuya corteza es blanco-verduzca, levanta la cabeza observando al que se ha detenido. Se pone de pie y dice: "No tengas miedo. Ven. Soy un compañero bueno, no un ladrón."

Es Jesús. Lo reconozco más por su voz que por su aspecto, que apenas puede distinguirse a la luz del farol. Pero el viajero dudoso no se mueve.

"Ven, mujer. no temas. Caminaremos juntos por un tiempo. Te servirá." La mujer, ahora sé que lo es, se acerca, dejándose vencer de la dulzura de la voz o de una fuerza misteriosa. Mueve la cabeza, diciendo: "Nada puede servirme."

Van por una vereda por donde apenas pueden caminar juntos. El alba que avanza muestra a un lado del camino trigales en espera de la hoz. De la otra, campos ya segados, con sus gavillas.

"¡Malditos!" dice en voz baja la mujer echando una mirada sobre las gavillas.

Jesús no dice nada.

El día es más claro. La mujer apaga el farol, al hacerlo descubre una cara que el llanto ha consumido. La levanta para mirar hacia el oriente donde una línea amarillo-rosada anuncia que el sol va a salir. Mueve su puño y otra vez dice: "¡Maldito seas!"

"¿El día? Dios lo ha hecho. Como hizo también el trigo. Son regalos de Dios. No hay que maldecirlos..." protesta dulcemente Jesús.

"Los maldigo. Maldigo el sol y la mies. Tengo razón."

"¿No te han servido por tantos años? ¿No te ha ayudado el sol a que se madurara el pan diario, a que la uva se convirtiera en vino, las verduras y la fruta del huerto sazonar y ha hecho que crezcan los pastos con que se nutren las ovejas, los corderos, que te dan carne, leche y lana para que te cubras? ¿No te ha dado el trigo pan a ti, a tus hijos, a tu padre, a tu madre, a tu esposo?"

Una explosión de llanto y un grito: "¡No tengo más esposo! ¡Ellos me lo mataron! Había ido a trabajar, porque tenemos siete hijos y no nos alcanzaba lo poco que teníamos para apagar el hambre de diez gentes. Ayer por la noche llegó diciendo: "Estoy cansado y como atolondrado". Se echó sobre la cama ardiendo en fiebre. Yo y su madre lo ayudamos como pudimos, pensando en llamar al médico de la ciudad... Pero después del canto del gallo se me murió. Lo mató el sol. Voy a la ciudad, a abastecerme de lo necesario. Cuando regrese, avisaré a sus hermanos. Dejé a mi suegra que vele a su hijo y por los míos... Vengo por necesidad... ¿No debo acaso maldecir al sol que abrasa y a las mieses?"

Hasta hace poco la mujer, que apenas habría reconocido como tal, rompe en un gran estallido de dolor. Dice todo lo que no ha dicho en su casa "para no despertar a los niños que dormían en la habitación próxima", todo lo que pesaba en su corazón, que le parece estar a punto de explotar. Recuerdos de amor, ansias por el porvenir, ansias propias de una viuda, pasan en tropel confuso, como los desperdicios sobre los lomos de un río en crecida.

Jesús la deja que hable. Porque El sabe compadecer el dolor, deja que se desahogue uno para que se tenga consuelo; y la lasitud misma que sucede al desahogo lo haga a uno capaz de comprender a quien consuela. Entonces con toda dulzura dice: "En Naim, en Nazaret, y en lugares intermediarios, hay discípulos del Rabí de Nazaret. Ve a donde ellos..."

"¿Y qué quieres que hagan? Si El viviese... ¡Pero ellos! ¡No son santos! Mi marido estuvo en Jerusalén aquel día. Y sabe... ¡Oh, no, supo! ¡Ahora no sabe nada! ¡Ha muerto!"

"¿Qué hizo tu marido aquel día?"

"Cuando lo despertó la gritería de la calle, corrió a la terraza de la casa donde estaba con sus hermanos y vio pasar al Rabí que los conducían al Pretorio, y con otros galileos la siguió hasta que murió. A él a otros los tomaron a pedradas, cuando vieron que eran galileos allá en el monte y luego los echaron abajo... Ahora mi marido ha muerto. ¡Oh, si por lo menos supiese yo que por haber compadecido al Rabí, está ahora en paz!"

Jesús no responde a este deseo, pero dice: "Habrá visto entonces que había discípulos en el Gólgota. Tal vez todos los galileos fueron como tu marido."

"¡Oh no, muchos de Nazaret le volvieron la espalda! Se sabe. ¡Vergüenza!"

"Entonces si muchos aun de Nazaret no tuvieron amor por su Jesús, y sin embargo los ha perdonado, y muchos se santificarán en el porvenir, ¿porqué juzgar de igual modo a todos los discípulos del Mesías? ¿Quieres ser más rigurosa que Dios? Dios concede mucho a quien perdona..."

"No vive más el buen Rabí. ¡No vive más! Y mi marido ha muerto."

"El Rabí dio a sus discípulos el poder de hacer lo que El hacía."

"Puedo creerlo, pero El sólo vencía la muerte. ¡Sólo El!"

"¿Y no está escrito que Elías devolvió el espíritu al hijo de la viuda de Sarepta? En verdad te digo que Elías fue un gran profeta, pero te aseguro que los siervos del Salvador que ha muerto y resucitado porque es el Hijo del Dios verdadero, que se encarnó para redimir a los hombres, tienen un poder mayor, porque El en la cruz fue a los primeros que perdonó, al conocer, por divina sabiduría, el verdadero dolor de sus espíritus contritos, los ha santificado después de su resurrección al perdonarlos de nuevo, les ha infundido el Espíritu Santo para que pueden representarme dignamente con la palabra y con los hechos, para que el mundo no se quede solo después de que parta."

La mujer se echa para atrás, sin saber qué hacer. Se descubre el velo para ver bien a su compañero, mas no lo reconoce. Cree haber comprendido mal. No se atreve a hablar más...

"¿Me tienes miedo? Antes me tomaste por un ladrón dispuesto a quitarte el dinero que llevas en el seno, con que vas a comprar lo necesario para la sepultura. Y tuviste miedo. ¿Ahora tienes miedo de saber que soy Jesús? ¿No es acaso Jesús quien da y no quita? ¿El que salva y no destruye? Regresa, mujer. Yo soy la Resurrección y la Vida. No hay necesidad de sudario, ni de aromas para el que no está más muerto, porque Yo soy el que vence la muerte y premia a quien tiene fe. ¡Ve a tu casa! Tu marido vive. Jamás queda sin premio el que tiene fe en Mí." Hace como que la va a bendecir e irse.

La mujer sale de su atolondramiento. No pregunta, no duda... Cae de rodillas en señal de adoración. Y luego, luego abre su boca y sacando de u seno una bolsa pequeña, en que no habrá tanto dinero, dice, ofreciéndola: "No tengo otra cosa... Solo para mostrarte mi reconocimiento, para honrarte, para..."

"No tengo necesidad más de dinero, mujer. Llévalo a mis apóstoles."

"¡Oh, sí! Iré con mi marido... ¿Entonces qué puedo darte, mi Señor? Tú te me apareces... este milagro... ¡y yo no reconocerte!... ¡yo tan nerviosa!... ¡tan injusta hasta con las cosas!..."

"Y no pensabas que existen porque Yo existo, y que Dios hizo bueno todo. Si el sol no hubiera existido, ni el trigo, no habrías alcanzado este favor."

"¡Pero lo que sufrí!..." La mujer llora al recordar.

Jesús sonríe y muestra sus manos diciendo: "Esta es una mínima parte de mi dolor. Todo lo bebí, sin lamentarme, por vuestro bien."

La mujer se inclina hasta el suelo para decir: "Es verdad. Perdona mis lamentos."

Jesús desaparece envuelto en su luz y cuando ella levanta la cara, se ve sola. Se pone de pie, mira a su alrededor. Nada le puede impedir, porque el sol alumbra ya y no hay más que campos. La mujer se dice a sí misma: "¡No he soñado!" Tal vez la tiente el demonio para hacerla dudar: un instante de incertidumbre. Sopesa la bolsa en sus manos. Pero la fe la convence. Vuelve las espaldas al lugar a donde iba, regresa ligera como si el aire la llevase sin causarle fatiga alguna, con la cara serena llena de alegría. Reite de vez en vez: "Cuán bueno es el Señor. ¡El es verdaderamente Dios! Es Dios. Sea bendito el Altísimo y El que ha enviado." No sabe decir otra cosa. Su letanía se mezcla con los trinos de los pajarillos. Va tan absorta que no escucha los saludos de algunos segadores que la ven pasar y que le preguntan que de dónde viene a aquella hora...

Uno la alcanza y le pregunta: "¿Se siente mejor Marcos? ¿Fuiste por el médico?"

"Marcos murió al canto del gallo y ha resucitado, porque el Mesías del Señor lo hizo" responde sin disminuir su paso ligero.

"¡El dolor la ha hecho enloquecer!" murmura el hombre, y mueve su cabeza al acercarse a sus compañeros que han empezado a segar el trigo.

A los campos llega cada vez más gente. La curiosidad gana a muchos que deciden ir detrás de la mujer.

Camina, camina. Allí se ve una miserable casucha, baja, solitaria, en medio de los campos. Se dirige a ella apretándose las manos contra el pecho.

Entra. Apeas lo ha hecho cuando una anciana se le echa en brazos gritando: "¡Oh hijita mía, qué gracia del Señor! Ten valor, hija, porque lo que tengo que decirte es algo grande, algo tan dichoso, que..."

"Lo sé, madre. Marcos no está más muerto. ¿Dónde está?"

"¿Lo sabías?... ¿Cómo?"

"He encontrado al Señor. No lo había reconocido, pero El me habló y cuando tuvo a bien, me dijo: "Tu marido vive". Pero aquí... ¿cuándo?"

"En esos momentos tenía yo la ventana abierta, y miraba los primeros rayos del sol que daban sobre la higuera. Si, así era. Los primeros rayos tocaban la higuera cuando oí un suspiro fuerte, como de alguien que se despierta. Me volví espantada y vi a Marcos que se sentaba, que apartaba la manta que se le había colocado sobre la cara y que miraba a lo alto con una cara... Luego me miró y me dijo: "¡Madre, estoy curado!" Poco faltó para que yo no me hubiera muerto. El acudió en mi ayuda, y comprendió que había muerto. No se acuerda de nada. Dice que se acuerda sólo cuando lo colocamos en la cama y después hasta el momento en que vio un ángel, una especie de ángel que tenía el rostro del Rabí de Nazaret y que le dijo: "¡Levántate!" Y se levantó. Exactamente en los momentos en que el sol aparecía."

"Fue cuando me dijo: "Tu marido vive". ¡Oh, madre, qué gracia! ¡Cómo nos ha amado Dios!"

Los que han llegado, las encuentran abrazadas en medio de lágrimas. Creen que Marcos ha muerto y que su mujer en un momento de lucidez haya comprendido su desventura. Pero Marcos, que oye las voces, aparece sereno con un hijito suyo entre los brazos y los otros asidos a su túnica. Sin vacilar afirme: "Aquí estoy. ¡Bendigamos al Señor!"

Los que acaban de llegar lo colman de preguntas, y como suele acontecer en lo  humano, se levanta la contradicción. Algunos creen que verdaderamente ha resucitado, y otros -que son los más- dicen que sólo había caído en una especie de amodorramiento, pero que no había muerto. Algunos admiten que Jesús s haya aparecido a Raquel, y otros que todos están locos porque "El está muerto". Otros sostienen: "Ha resucitado, pero ha de estar tan irritado, y debe de estarlo, que no hace más milagros a su pueblo asesino."

"Decid lo que os plazca" replica Marcos perdiendo la paciencia, "y decidlo donde queráis. Basta con que no lo digáis aquí donde el Señor Jesús me ha resucitado. ¡Ahora largaos, y dejadnos en paz!"

Los echa afuera. Cierra la puerta. Estrecha contra su pecho a su mujer, y dice: "Nazaret no está lejos. Voy a allá a proclamar el milagro."

"Tal es la voluntad del Señor, Marcos. Llevaremos este dinero a su discípulos. Vayamos a alabar al Señor. Así como estamos. Somos pobres, pero El también lo fue, y sus apóstoles no nos despreciarán."

Amarra las sandalias a los niños mientras su madre echa alguna provisión en el saco, cierra las puertas y ventanas. Salen. Caminan ligeros, llevando a los más pequeños en brazos, hacia el oriente, por supuesto, hacia Nazaret. Tal vez este lugar se encuentra en la llanura de Esdrelón, pero en un punto diverso de las posesiones de Yocana.

XI. 739-766

A. M. D. G.